La música retumbaba con sensualidad en las paredes doradas de la mansión Bovari. Cada rincón estaba perfumado de deseo, de falsedad... y de algo más oscuro. Rebecca —o mejor dicho, Isabella— danzaba entre máscaras, copas de cristal y sonrisas peligrosas. Su vestido negro de encaje dejaba entrever piel, pero también intención. Ella no era una invitada. Era una cazadora infiltrada entre bestias.
Silvia, en su papel de anfitriona, era majestuosa. Su melena de oro recogida en una trenza que parecía una corona, su vestido rojo como sangre recién derramada, y ese andar de reina pagana que hacía que todos —hombres, mujeres, enemigos, devotos— se inclinaran. Pero Rebecca no era todos.
Silvia la observaba con un interés cada vez más penetrante.
—Isabella... —susurró la Bovari cuando logró acercarse, con una copa de vino en la mano y una sonrisa que podía hacer sangrar a cualquiera—. Tus silencios son tan elocuentes como tu escote. ¿De dónde sacaron a una joya como tú?
Rebecca le sostuvo la mir