El reloj marcaba las doce y media cuando Enzo apareció en el umbral de la oficina de Valeria. No tocó la puerta. No necesitaba hacerlo. Su presencia, como siempre, se anunciaba por sí sola, alterando la atmósfera del lugar con esa mezcla de magnetismo y arrogancia que lo caracterizaba.
Valeria levantó la mirada de los documentos que revisaba y contuvo un suspiro. Llevaba toda la mañana evitándolo, refugiándose en el trabajo como quien se esconde tras una fortaleza de papel.
—Es hora de almorzar —anunció él, con ese tono que no admitía réplica.
No era una invitación. Era una orden.
—Estoy ocupada —respondió ella, señalando la montaña de documentos sobre su escritorio—. Comeré algo más tarde.
Enzo avanzó hasta quedar frente a ella. Apoyó ambas manos sobre la superficie de madera e inclinó ligeramente su cuerpo hacia adelante. El aroma de su perfume, intenso y masculino, invadió el espacio personal de Valeria.
—No era una pregunta