Livia estaba sentada sola en un banco del parque, cerca del estacionamiento del café, repasando mentalmente la incómoda reunión con el proveedor.
—Siéntate. Deja esa bolsa ahí —dijo, dando palmaditas en el espacio vacío a su lado.
—Está bien, señorita.
—Siéntate, o le pondré una queja al señor Damian por desobedecerme.
Vaya, me estoy volviendo buena para amenazar.
Leela obedeció y se sentó a su lado. Pero en lugar de dejar la gran bolsa de muestras en el suelo, la colocó con cuidado sobre su regazo, abrazándola con firmeza para que no cayera.
—Pon la bolsa abajo —señaló Livia hacia debajo del banco—. Es pavimento, no barro. El plástico es grueso, no se va a ensuciar.
—No, señorita. Esto es suyo. Debo cuidarlo bien.
Dios mío, ¿qué le pasa a esta chica?
Livia entrecerró los ojos, la irritación marcándose en su voz. —Leela… tú no serás hermana del asistente Brown, ¿verdad?
Lo dijo en tono casual, medio en broma, pero sobre todo molesta.
Pero entonces—
—¿Cómo lo supo, señorita? —parpadeó