3

El gran salón brillaba bajo el resplandor frío de las arañas de cristal, cuya luz proyectaba reflejos cortantes sobre el mármol pulido del suelo. Los invitados llenaban la sala, y sus ojos seguían a la novia mientras avanzaba por el pasillo. Pero para Livia, cada paso era una carga—cada pisada sonaba como el tic-tac de un reloj que contaba los segundos hacia la vida que estaba a punto de entregar.

Los rostros a su alrededor se desdibujaban, pero lo único que veía era a Damian en el altar—sereno, distante e inescrutable, como una estatua tallada en hielo.

Cuando llegó hasta él, la voz del predicador rompió el silencio al iniciar los votos matrimoniales.

Livia tomó aire despacio, con firmeza, luchando contra el nudo en la garganta. Su voz fue suave pero clara.

—Yo, Livia Shelby, juro ser tu esposa y seguir tus reglas.

La respuesta de Damian llegó fría e inflexible, sin un rastro de ternura.

—Yo, Damian Alexander, te tomo como mi esposa. Existes para servirme.

Sin promesas de amor. Sin palabras dulces. Solo un decreto.

Livia tragó saliva y asintió en silencio, sintiendo cómo la amarga verdad se instalaba en su pecho como una piedra imposible de tragar.

Ahora, al lado de su esposo—Damian Alexander—Livia era oficialmente su mujer. Para el mundo exterior, este era un matrimonio envidiado por muchas mujeres del país. Recibía sonrisas y felicitaciones, pero tras ellas se ocultaban pensamientos amargos de quienes deseaban ser ellas las elegidas por Damian.

Ese día, Livia lucía hermosa con su vestido blanco de novia, el rostro cuidadosamente adornado con una sonrisa. Era buena actuando—mucho más de lo que nadie imaginaba.

A su lado, Damian irradiaba seguridad en su traje a medida, arrancando suspiros y admiración entre las mujeres presentes.

Mientras las felicitaciones caían sobre ellos, Damian se inclinó hacia ella y susurró en su oído:

—Mantén la cabeza erguida. No necesitas inclinarte ante ellos.

Livia bajó la mirada con docilidad.

—Solo debo inclinarla ante ti.

—Exacto.

Y en ese momento, Livia comprendió lo poderoso que era en realidad su marido.

Pero por dentro estaba lejos de ser feliz. Su mano derecha estaba cerrada en un puño, temblando y empapada de sudor.

Su padre—el hombre que había vendido a su propia hija—sonreía satisfecho. La empresa estaba a salvo, y su honor, restaurado.

Su madrastra también sonreía, complacida de librarse por fin de aquella muchacha que no era su sangre.

Su hermanastra, Lisa, se mantenía rígida entre los invitados, con una sonrisa forzada y quebradiza. En sus ojos se escondía la amargura. Cuando su padre había entregado las fotos de ambas a Damian, estaba convencida de que sería la elegida—ella, con su estilo, su porte, todo lo que un hombre poderoso querría mostrar en su brazo. Pero Damian había escogido a Livia. La callada, la sencilla Livia.

Y ahora, de pie sobre sus tacones de diseñador, Lisa no podía más que mirar cómo su hermana menos glamurosa estaba junto al hombre que en secreto deseaba para sí.

La mirada de Livia se cruzó con la suya, cargada de un frío odio.

Mientras los demás disfrutaban de la fiesta, una figura se alejó en silencio, consumida por la decepción. David, el medio hermano de Livia, aunque nacido de otra madre, la quería de verdad. Sentía la punzada del fracaso—no había podido protegerla de la avaricia de su padre.

Ignorando las miradas coquetas y los saludos corteses de los invitados, David caminó con paso firme por el pasillo y entró en un salón vacío contiguo al principal. El bullicio de la celebración quedó atrás.

—¿Hermana Livia? —llamó en voz baja, sorprendido al verla sentada al fondo de la sala.

Estaba sola, salvo por dos guardias de traje apostados cerca. A través de los altos ventanales, las luces del jardín teñían la estancia de un resplandor dorado que acariciaba su vestido blanco. Parecía una muñeca en una vitrina—hermosa, frágil y dolorosamente inmóvil.

David frunció el ceño.

—¿Son… guardias?

Antes de que pudiera acercarse, uno de los hombres le sujetó la muñeca.

—¡Suéltalo! —Livia se levantó de inmediato, su voz calmada pero firme—. Está bien. Es mi hermano.

Los guardias se miraron entre sí antes de soltarlo.

—Disculpe, señorita —dijeron, inclinándose ligeramente antes de volver a sus puestos.

David se acercó y se sentó junto a ella. En cuanto sus dedos rozaron los de ella, lo notó: su mano estaba helada, temblorosa.

—¿Por qué estás aquí, sola, sentada así? —preguntó.

Livia esbozó una leve sonrisa, los ojos enrojecidos.

—Damian dijo que parecía cansada. Me dijo que tomara aire. Los guardias me acompañaron. Sus órdenes.

La mandíbula de David se tensó.

—Lo siento, hermana.

Ella parpadeó.

—¿Por qué?

—Por fallarte. Por no poder protegerte de la codicia de nuestro padre… Si la bancarrota hubiese significado que no pasabas por esto, la habría aceptado con gusto.

Livia miró de reojo a los guardias y bajó la voz.

—David, no digas eso. Mi esposo es… un buen hombre.

Él bufó.

—¿Un hombre sigue siendo bueno si acepta a una chica como pago de una deuda? Ni él ni nuestros padres son santos.

Ella apoyó con ternura la mano sobre su cabeza, peinándole el cabello como cuando eran niños.

—Cuida tus palabras.

—¿Qué, voy a morir si me oye criticarlo? —murmuró con amargura.

Su voz se volvió suave, urgente.

—Sí. Quizás no hoy, pero algún día. No entiendes qué clase de hombre es, David. Yo tampoco… no del todo. Y eso es lo que me aterra.

Él la miró, impotente, con el alma herida.

—¿Cómo vas a sobrevivir a esto?

—No lo sé —susurró ella—. Pero lo haré. De alguna manera.

Unos golpes firmes en la puerta los interrumpieron. Uno de los guardias dio un paso adelante.

—Señorita, el joven amo solicita su regreso al salón.

Livia se irguió y dobló su pañuelo con cuidado.

—Estoy lista.

Se volvió hacia David y le dedicó una pequeña sonrisa valiente.

—Vamos. Sonríe, camina erguido. Finge que pertenecemos aquí.

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