Cristina arrugó la nariz y un temblor la recorrió por completo. Con la mirada perdida, observó cómo la imponente figura de Paolo se alejaba...
—¡Joven...!
Sacando fuerzas de donde no las tenía, saltó del sofá y, descalza, corrió desesperadamente tras él.
Paolo estaba justo en el recibidor cuando escuchó la voz de Cristina y se detuvo en seco. Antes de que pudiera darse la vuelta, sintió cómo unas manos delgadas y pálidas se aferraban con fuerza a su cintura. Con las mejillas empapadas en lágrimas, ella suplicó con voz ahogada:
—Joven, no me entregue a nadie más, por favor... Yo solo quiero estar con usted, no me corra...
Paolo arrugó la frente. Al sentir las lágrimas de la joven en su espalda, tensó los músculos y dejó escapar un suspiro.
—No seas tonta. No te estoy corriendo. Tú... vas a seguir viviendo aquí.
Las lágrimas de Cristina corrían sin control por sus mejillas. Entre sollozos, insistió:
—Joven... yo no quiero servirle a nadie más, solo quiero estar a su lado. No me quiero i