Capítulo: La libertad de un hombre vacío
El cielo estaba gris esa mañana. Una bruma pesada se aferraba a los muros de la cárcel como si supiera que algo oscuro estaba a punto de salir de allí. Las puertas metálicas se abrieron con un chirrido áspero y, del otro lado, Fabricio Castiglioni cruzó el umbral con paso firme, vestido con ropa sencilla y una expresión que no era del todo humana. No de libertad. No de gratitud. Era una mezcla de rencor contenido y soberbia silenciosa.
Mientras cruzaba el pasillo final, varios guardias y funcionarios lo saludaron con palmadas en la espalda, gestos de respeto e incluso frases de aliento. Había sido el preso ejemplar. El que nunca causaba problemas. El que daba los buenos días y ayudaba en la cocina. Fabricio respondió con sonrisas medidas y gestos comedidos, como si de verdad se sintiera agradecido. Pero por dentro, cada saludo lo enardecía. No eran respeto, eran migajas. Y él ya estaba harto de migajas.
La tobillera electrónica apretaba su piel