Bonis, que había caminado solo, detrás de doña Celestina, cuidando de
que el pañuelo que cubría el rostro de Antonio, dormido, no se deslizara
al suelo, no había tenido tiempo, mientras iba por las calles, para
sentir la ternura grave y poética propia del caso; más bien recordaba
después haber experimentado así como un poco de sonrojo ante las miradas
curiosas y frías, casi insolentes y como algo burlonas, del público
indiferente y distraído. Pero al atravesar el umbral de la casa de Dios,
y detenerse entre la puerta y el cancel, y ver allá dentro, enfrente,
las luces del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima, empapada de
un misterio no exento de cierto terror vago, esfumada, ante la
incertidumbre del porvenir, le había dominado hasta hacerle olvidarse de
todos aquellos miserables que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo.
Otras veces, viendo bautizar hijos ajenos, había pensado que era
ridículo aquello de echar los demonios del cuerpo, o cosa por el estilo,
a los inocente