Cuando contesté la llamada, escuché a mi madre llorando. Mi corazón se tensó, y un dolor fuerte empezó a recorrer mi cabeza.
Con la voz firme, le pregunté:
— ¿Y ahora qué pasó?
—Tu padre, ese canalla tan irresponsable, volvió a apostar… y perdió quinientos mil.
— ¿Qué perdió cuánto? —grité, incapaz de contener mi rabia.
—Nuestra familia ya está como está, ¿por qué sigue apostando? ¿Es que quiere vernos debajo de un puente?
—…Aurora…
— ¡Mira cómo hablas! —mi papá quitó el teléfono y dijo.
—¿Acaso apostando no puedo ganar más dinero para que nuestra familia vuelva a tener una buena vida? ¿Qué hice mal?
— ¿Pero ganaste dinero? ¿Has ganado algo alguna vez? —grité llorando.
—¡Deja de usar como excusa que quieres que tengamos una buena vida! ¡Lo que pasa es que eres un adicto y no puedes parar!
—Ya, ya, el dinero ya está perdido. Yo tampoco quería perderlo. Ve a buscar a Mateo y pídele dinero, al menos doscientos mil sácale.
— ¡No voy a pedirle nada a nadie! —le grité con rabia.
Mi padre, d