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A mis siete años, casi ocho, fue la primera vez que desee desaparecer para siempre.

Ese mismo día me habían dado una manta color gris que era rasposa, pero que abrigaba muy bien. Me la dieron para que dejara de temblar, aun cuando no hacía nada de frio esa tarde. A mi lado, estaba mi padre, pero a su vez no estaba. El sol estaba por ocultarse, y las luces de la ambulancia era fuertes y cegadoras. Recuerdo que en cuanto llego quise taparme los oídos para no escuchar esa horrible sirena.

Frente a nosotros dos, estaban dos paramédicos hincados en el suelo con una actitud profesional, tranquila, pero sabía que estaban desesperados. La trataron de reanimar una y otra vez, hasta que anunciaron la hora y la dejaron, sabiendo que no podían hacer nada más por ella

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