Madison salió del juzgado con pasos temblorosos, sus manos apretadas en un puño contra el abrigo oscuro que la cubría del frío de la tarde. A pesar de la multitud de oficiales que la escoltaban, se sentía desnuda bajo la voraz atención de los periodistas que la aguardaban en las escalinatas. Un océano de cámaras y micrófonos se alzaba frente a ella, destellando como dagas bajo el sol invernal. No había paz, ni silencio, solo preguntas que caían sobre ella como una tormenta que no podía detener.
—¡Madison! ¿Cómo te sientes después del juicio? —preguntó una voz masculina, fuerte y clara, mientras el micrófono casi golpeaba su rostro.
Ella intentó mantener la cabeza alta, pero sus piernas vacilaban. Las lágrimas que llevaba conteniendo desde que se anunció la sentencia amenazaban con escapar. No se permitió detenerse; sus escoltas le habían dicho que cuanto más rápido llegara al auto de seguridad, menos daño sufriría.
—¿Qué opinas de la cadena perpetua para tu captor? ¿Crees que es sufic