Durante ese tiempo, me convertí en su supervisora de dieta, exigiéndole que me enviara fotos de todas sus comidas y que tomara su medicación para la presión arterial dos veces al día.
Un día, la empleada doméstica me pidió que, de camino a casa, llevara la medicación para mi padre.
Por teléfono, la empleada dijo:
—Sofía, Sofía, ¿podrías comprarle a tu padre su medicina para la presión arterial de camino a casa? No la ha tomado en tres días. Se acabó la última vez y no la hemos comprado todavía. Le ofrecí ir a comprarla, pero no quiso. Dijo que la medicina no le estaba funcionando.
La empleada sabía que mi padre a veces era terco. Ni siquiera mi madre podía convencerlo, pero él me consentía a mí, su hija. Yo era la única que podía hacerlo entrar en razón, así que la empleada me llamó en secreto.
Pero ese día tenía muchas clases y no tuve tiempo de salir. Justo Hugo había terminado su trabajo de medio tiempo y regresaba a la universidad, así que le pedí que comprara la medicación en una