Capítulo 3
Al tragar, enseguida sentí un ardor en la garganta.

Los ojos de Sarah se iluminaron; me tomó del brazo con cariño y dijo: —¡Mira, si no pasa nada! Seguro que antes solo estabas fingiendo.

Un escalofrío me recorrió y la piel empezó a picarme.

—Cynthia, ¿bajamos a abrir los regalos? —me dijo, aferrándose a mí—. Este año hay muchísimos.

El año pasado fue igual.

Cuando Sarah acababa de volver, también me arrastraba así para abrir los regalos.

Ella abrió una preciosa caja de música y me la mostró, pero justo al pasármela la soltó a propósito.

La caja cayó al suelo y se hizo pedazos.

De inmediato se le llenaron los ojos de lágrimas y, con voz temblorosa, preguntó: —Cynthia, ¿no te gusta que haya vuelto?

Aquel día, el furioso Joseph me obligó a arrodillarme frente a su puerta y a escribir una carta de disculpa.

Thomas miró con frialdad y me castigó sin comer por una semana.

Los últimos dos días, muriéndome de hambre, tuve que suplicarle a la sirvienta hasta conseguir un pedazo de pan duro.

Y ahora la historia estaba a punto de repetirse.

Las ronchas ya se me habían extendido hasta el cuello; me costaba cada vez más respirar.

Intenté retirar la mano con dificultad.

Pero Sarah me sujetó con fuerza; sus uñas se clavaron en mi piel y, con voz lastimera como si yo la hubiera agredido, susurró: —Cynthia, ¿me odias?

—¡Aléjate…! —exclamé, el dolor me nublaba la vista; la solté de un tirón. Ella dio dos pasos en falso y cayó de rodillas, soltando un grito exagerado—.

—¡Ay! —se agarró la pierna; las lágrimas brotaron al instante—. ¡Me duele mucho!

Joseph cambió de expresión y corrió a levantarla para revisarla con cuidado.

Solo era un raspón, ni siquiera había sangre.

Pero su mirada hacia mí se volvió fría.

—¡Cynthia! —me agarró del cuello de la blusa—. ¿Estás loca? ¡Ella solo quería acercarse a ti!

—¡Fue ella la que…! —no terminé; de pronto me empujaron al suelo.

Un zumbido me llenó los oídos; la garganta estaba tan hinchada que apenas podía hablar.

Nadie pareció notar mi cambio.

—¡No la empujé…! —logré balbucir con esfuerzo.

—¿Aún te excusas? —dijo Thomas acercándose con sorna—. Sabes que si Sarah se lastima se le dispara su pánico; ¿cómo puedes ser tan cruel?

La vista se me nublaba, el corazón latía a mil por hora, como si fuera a estallar.

Joseph me miró con una decepción absoluta: —Cynthia, eres irremediable.

—¡Vete a reflexionar! —ordenó.

Lo miré, mareada; el hombre torcido que tenía delante ya no era el joven que años atrás me sacó del infierno.

Aquel joven cálido había desaparecido.

—Está bien —dije—. Me levanté tambaleándome, pero en vez de volver al cuarto, me dirigí a la puerta principal.

—¿Te vas a atrever? —rugió Joseph—. Si te vas ahora, no vuelvas jamás.

No detuve mi paso.

—¡Cynthia! —la advertencia de Thomas sonó fría—. Piénsalo bien; fuera de aquí no tienes a dónde ir.

Siempre creyeron que yo no podía vivir sin ellos, que toda mi vida estaría supeditada a esta casa.

Se equivocaban.

Arrastrando mi cuerpo enfermo salí de la urbanización; las ronchas se habían extendido y la garganta hinchada me costaba respirar.

Al llegar a la esquina, escuché pasos apresurados detrás.

—¡Cynthia! —Sarah corrió para alcanzarme, con unos billetes arrugados en la mano.

Tenía todavía señales de llanto en el rostro; con voz débil dijo: —No te vayas, los hermanos solo están muy enojados. Vuelve, pide perdón y todo se arregla.

Antes de que pudiera reaccionar, Joseph y Thomas ya habían salido tras de nosotros.

—Sarah, eres demasiado buena —dijo Joseph con desdén, mirándome—. Ella no merece tu compasión.

Thomas soltó una risa y puso el brazo alrededor de Sarah: —Que se vaya.

Sarah me miró con fingida duda, suspiró con pena y guardó el dinero.

—Está bien —susurró—. Cynthia, cuando recapacites, puedes volver cuando quieras.

Los miré por última vez.

Sarah se acurrucó en el pecho de Thomas con una media sonrisa de triunfo; ya daba por hecho que con ese escándalo yo no volvería.

Thomas frunció el ceño y me miró como si fuera un estorbo inmaduro.

Joseph… en sus ojos había rabia y decepción; no había rastro de vacilación.

Sonreí apenas, hice un gesto de despedida con la mano.

Luego me di la vuelta y me adentré en la noche sin mirar atrás.

Desde atrás se oyó la voz enfurecida de Joseph: —¡Cynthia! ¡No te arrepientas después!

¿Arrepentirme?

Yo ya me había arrepentido hace mucho: arrepentida de haber creído, ingenua, que ellos algún día serían mi familia.
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