Se querían Bardo y Hugo. Con ese cariño lejano que
parece no contaminar mucho a ninguna de las partes
involucradas. Pero se tenían un buen afecto. Hugo lo h,i
bía adoptado a Bardo desde chiquito, cuando descubrió
que detrás del pibe que iba camino a la pesada, casi sin es
calas, había una inteligencia que sabía escuchar. Y Bardo
se había pegado a ese carpintero torpe, que se sentaba du
rante horas a la puerta de su negocio con un mate y unos
bizcochitos, a abrirle las puertas más cerradas de su al
ma. Se sabían casi únicos en esa historia de confesiones
y secretos, y esa sensación había servido para acercarlos
todavía más. No se puede saber exactamente hasta dónde
llegó Bardo con su sinceridad. Es posible pensar que se
permitiera franquezas que ninguno que los conociera habría imaginado. Hugo era el único que podía sacar al chico de su habitual parquedad y, a la vez, Bardo era vital
para el carpintero. Bardo era su principal conexión con el
mundo que empezaba en la puerta de su carp