Una puta —dijo el jefe de los intrusos.
—Sí, ¿y? —dijo Nueve.
—¿Cómo "y"? Que algo tendrá, algo ya habrá hecho
—se plantó el Jefe, como para que no quedaran dudas de
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que ya había elegido su objetivo y de que ningún advenedizo lo iba a apartar del botín que imaginaba esperándolo en la cartera plateada no demasiado grande.
—¿Qué? ¿Ahora apretamos putas? —quiso seguir cuestionando Nueve, a partir de algún tipo de honor mancillado.
—Apretamos lo que tenga plata, chabón. Y si no te gusta, te las podes tomar. Nadie te llamó.
Los demás no quisieron formar parte de la diferencia
de opiniones porque la navaja a resorte del Jefe era famosa, y además porque, secretamente, tal vez estaban complacidos de que el dinero de esa noche llegara con tanta
simpleza.
—Vos, tópala por adelante, que yo la aprieto por
atrás— ordenó el Jefe.
Sabían moverse. Pato corrió unos metros por la vereda
de enfrente, antes de cruzarse en la imaginaria línea de
camino de Elizabeth. Cuando la muje