Extraños son, muchas veces, los comienzos de las historias humanas. Extraños y llenos de imprevistos y de dudas
y de improvisaciones.
Porque cuando Bardo entró con su banda de casi-niños
a la casa aquella, en la que esperaba encontrar algunos aparatos, algunas joyas y sobre todo dinero, la imaginó deshabitada, sumisa, lista para la búsqueda y para el hallazgo.
Y sin embargo no fue así. Sucedió que el hijo mayor de
los dueños —"Los dueños son todos iguales", solía repetir
Bardo— se sintió grande en sus diez años recién cumplidos
y quiso quedarse solo. Cuando escuchó ruidos en el comedor, se levantó creyendo que encontraría a sus padres y a
las esperables preguntas sobre su soledad: "¿Cómo fue todo?, ¿no tuviste miedo?, ¿algo raro?", pero, en lugar de las
frases amables que sus diez años buscaban, se encontró con
el revólver del Lungo, que se le disparó sin cuidado, sin destino. Se le disparó para siempre, siempre. La bala rozó la
cabeza rubia que buscaba preguntas amabl