El silencio se cernió sobre nosotros. Pude escuchar las agujas del reloj aumentando la tensión en la gran habitación.
―¿Qué quieres decir? ―Se levantó de la silla, avanzando lentamente hacía mí.
Quise encogerme lo suficiente hasta desaparecer.
―Lo que escuchaste. Es mi prestamista ―Aparté la mirada. No podía verlo a lo ojos.
―¿Le debes dinero a ese infeliz? ¿Cuánto?
No respondí.
Apreté el edredón.
Me tomó de la barbilla con sus largos dedos.
―¿Cuánto dinero le debes? ―Sus palabras estaban cargadas de un veneno peligroso y letal.
Sus ojos irradiaban ira.
―Actualmente, medio millón.
Frunció el ceño.
―¿Eso es todo?
Lo hizo sonar como si fuera poca cosa.
―Sí. Al principio eran doscientos mil. Pero la comisi&