La tensión en la sala era asfixiante. Dante se encontraba en la gran mesa de roble macizo de su despacho, rodeado de los líderes de los clanes aliados. El aire olía a tabaco, cuero y un leve rastro de whisky caro, pero sobre todo a peligro.
Los hombres estaban inquietos, furiosos. Y con razón.
Perder un cargamento de esa magnitud no era solo una cuestión de dinero, era un golpe directo a la reputación de Dante Bellandi.
El primero en hablar fue Salvatore Ricci, de San Luca, su voz fue profunda y cargada de desconfianza.
—¿Qué demonios está sucediendo, Dante?
Dante se mantuvo impasible, apoyando los codos sobre la mesa y entrelazando los dedos con calma estudiada.
—No tengo la más mínima idea.
—Primero lo de Enrico y ahora esto… —comentó Giancarlo Ravetti, de Limbadi, su mandíbula tensa.
Dante exhal&oacu