El amanecer se filtró lentamente a través de los ventanales de la clínica, tiñendo los muros de un dorado pálido. La villa frente al edificio despertaba bajo la caricia del sol, que se derramaba sobre los tejados con una calidez engañosa. Afuera, la vida seguía su curso: el canto de los pájaros anunciaba el nuevo día y las sombras de la noche se disipaban con parsimonia. Pero dentro de esas paredes, el tiempo parecía haberse detenido.
Dante estaba ahí, hundido en el banco del pasillo, con la cabeza recargada contra la pared y los ojos fijos en un punto muerto del suelo. El cansancio se adhería a su piel como una segunda sombra. Las ojeras, marcadas y profundas, le oscurecían la mirada, y el rastro de una barba incipiente le daba un aire aún más desaliñado. Su camisa, desabotonada hasta la mitad del pecho, dejaba entrever el bronceado de su piel y el ritmo pausado y tenso de su respiración. Los mechones de su cabello, despeinados por la constante fricción de sus dedos, daban testimonio