Sofía miró a Sebastián con una voz muy suave, con una expresión de pena y descontento.
Su muñeca estaba envuelta en gruesas vendas blancas, aseguradas delicadamente alrededor de su cuello para evitar así que se desgarraran las heridas.
El clima a mediados de octubre la obligaba a usar solo una fina camiseta, haciéndola ver muy frágil y digna de compasión.
Cuando Sebastián la vio por primera vez, instintivamente quiso acercarse, pero al instante se contuvo.
Sofía se sintió aún más desdichada.
Fue solo cuando llegaron a su distancia a paso normal que Sebastián habló despacio: —¿Por qué estás aquí? ¿No deberías estar descansando en el hospital?
Sofía bajó la cabeza con gran tristeza: —Te extrañaba.
Sus palabras fueron apenas audibles, claramente sabía que no podía comportarse imprudentemente en público.
Sebastián apretó con fuerza los labios, con una leve inclinación bajo la comisura de sus labios: —Vamos, vamos a comer primero.
Él se adelantó con zancadas largas.
Sofía le lanzó una mira