Odio a ese tipo

El pato a la naranja es un plato muy difícil porque requiere que el ave esté precocida y en su punto exacto, o la carne quedará dura. Igual, el aderezo de naranja debe ser ácido y, a la vez, lo suficientemente dulce para que el comensal no arrugue los labios, pero tampoco quede empalagado y crea estar comiendo un postre con azúcar fundida. Por suerte, aunque casi nunca piden el pato, yo tenía una reserva en el refrigerador, de solo dos días. Confiaba en que, una vez pasado por agua y sal, quedara con la frescura necesaria para que la carne no estuviera tiesa o con sensación plástica a los dientes. Mientras el ave se cocinaba, empecé a preparar la salsa de naranja.

Exprimí las naranjas y comencé a calentar azúcar para el melado. Este es un paso de suma importancia porque si el azúcar se pasa siquiera un segundo en el fuego, el melado se quema y su sabor es horrible, pero si llego a sacarla antes de que alcance su punto cristalino, tendré una melcocha que se endurecerá al enfriarse, incluso con la acidez de la naranja. Cuando terminaba de exprimir la última naranja, verifiqué el caldero y, tal como hubiera aprendido en la academia, lo olí. Debía tener un aroma dulzón fuerte, uno que solo se distingue a la perfección después de haber arruinado cien o más preparaciones de melado. Apagué la estufa en el momento preciso y lo mezclé con unas pocas gotas del zumo de naranja para que la salsa empezara a tomar cuerpo mientras colaba lo que me quedaba del jugo. 

La carne de pato estuvo descongelada en el momento oportuno y encendí el horno, para que se fuera precalentando, de forma que, al introducir el ave, ya con el aderezo encima, la superficie se calentara primero y quedara crocante. Terminé de elaborar la salsa de naranja, a la que añadí una pizca de sal, unas goticas de limón, para realzar su acidez y un pasadita de pimienta y jengibre, que nunca sobran. 

Armé el plato y lo introduje en el horno. Solo habían pasado diez minutos y la cocción no debía tardar más de quince. Pasé a revisar que Verónica siguiera durmiendo. Estaba profunda, sobre la cama improvisada con sillas. Pasé a mirar por la ventanilla de la cocina hacia el comedor y me fijé, con mayor detalle, en el cliente de último momento y su acompañante. 

Ahora que lo observaba mejor, vi que era un hombre apuesto, de lo que he clasificado como de “mi tipo”: alto, delgado, pero fornido, de cabello oscuro, corto, pero no demasiado, barba poblada y afeitada, bien arreglada, ojos claros y nariz prominente, pero sin ser demasiado larga, solo lo suficiente para afilar su rostro y conferirle ese aire de decisión que tanto me encanta en los hombres. Su descripción encajaba, al menos en el aspecto físico, pero me temía que era un snob que desbordaba pedantería con la mirada y la figura del asistente varón, a su lado, no hacía sino realzar esa impresión. Sentí el olor de la carne y me acerqué al horno. La corteza estaba dorada, brillante, con algunas vetas rostizadas. Estaba, en apariencia, perfecto y solo esperaba que la carne, en su interior,hubiera conservado los jugos suficientes para no estar seca. 

—Pato a la naranja —dije, avisando al mesero para que pasara la última orden del día. 

El joven recogió los platos, que iban acompañados de arroz blanco con unas hojitas de laurel y una papa sudada con pimienta roja. Lo vi llevarlos y me asomé a la ventanilla, para corroborar la reacción de los comensales.

Tenía la piel de gallina, las manos me sudaban y sentía el latido de mi corazón en el cuello. No solía ponerme tan nerviosa, pero saber que un hombre tan apuesto y, a la vez tan engreído, estaba por probar mi plato, me puso así, junto con el hecho de que Don Fabio también debía estar muy atento a la reacción de la única persona por la que se ha saltado su regla dorada del horario de cierre. 

Vi el momento en que se llevaba el tenedor a la boca, con un trozo trinchado de la carne de pato, como en una película de suspenso, cuando crees que el personaje está por probar el veneno de quien lo quiere matar. Comenzó a masticar y me fijé en su cara que, desde que entró, había conservado el mismo rictus insensible de quien se ve rodeado por aquellos a quienes considera inferiores. Pasé saliva y lo noté. Intentaba conservar la rigidez de su expresión, pero lo delató un minúsculo brillo de sus ojos y una apenas perceptible inclinación de sus labios. Le había gustado y cuando lo vi terminar el plato, supe que habría pagado mil veces su precio por repetirlo.

Estaba satisfecha conmigo misma, ahora que tenía el éxito en mis manos, porque de lo contrario, estaría desecha y, como no es infrecuente en esta profesión, decepcionada con lo que estaba haciendo. 

—El cliente quiere verte, Esmeralda —Me dijo Don Fabio. Supuse que él no había visto lo que yo sí vi, porque su rostro estaba enmascarado con la palidez de la angustia  seguro creía que iban a reprenderme. 

Me acerqué, nerviosa, y cuando el cliente puso sus ojos grises encima mío entendí la razón por la que Don Fabio también estaba pálido. Aquel hombre era capaz de congelar el infierno con su mirada. 

—Ha sido un buen plato, chef. La felicito —dijo.

Era la primera vez que alguien me llamada chef, es más, era la primera vez que un comensal pedía verme para felicitarme por lo que había probado. 

Estaba por contestar cuando vi que se levantó y salió, como si algo de mí le hubiera disgustado, pese que acababa de felicitarme. No entendí y quizá nunca consiga entender a hombres como ese, que van por la vida creyendo que todos los seres humanos somos sus sirvientes y que, si acaso se fijan en nosotros, les debemos estar agradecidos por su gesto y callarnos, a menos que ellos nos autoricen a hablar. Me molestó su actitud y no pude contenerme. 

—¿No va, al menos, a estrechar mi mano? —dije, casi gritando para que me escuchara y se girara antes de atravesar la salida. 

Me molestaba, también, pensar que, por ese sujeto que ahora salía tan fresco, tendría que caminar, a tan alta hora de la noche, con una niña de cinco años cargada en mis brazos y llegar a acostarla casi en la madrugada para levantarla, en apenas unas horas, para alistarla a su jardín de infantes. 

Mi pregunta tuvo efecto, y no solo sobre ese sujeto, sino también en su acompañante y en Don Fabio, los primeros en girarse para observarme como si quisieran ahorcarme. 

—¿Por qué espera que estreche su mano? —preguntó el tipo, luego de girarse.

No me contuve.

—Porque por usted debo tomar tarde un bus hacia mi casa, con una niña de cinco años que mañana tiene que madrugar. Ya que probó algo delicioso, lo menos es que, después de felicitarme, estreche mi mano, ¿no le parece?

Me miró como si fuera un oficial del ejército pasándome revista, de arriba a abajo. Se detuvo en mis ojos y con la mayor muestra de soberbia que he visto nunca, dijo:

—Solo estrecho la mano a quienes respeto. Usted todavía no alcanza ese nivel. Hasta luego. 

Salió por la puerta con su acompañante detrás, semejante a un perro faldero a quien ha dejado su amo.  

—¿Qué es lo que te pasa, Esmeralda? —preguntó Don Fabio, molesto, luego de cerrar la puerta del bistró. 

—Ya me expliqué —dije, aludiendo a lo que acababa de decirle al último cliente—. Me pareció que se negó a darme la mano porque soy mujer. 

—¿Qué?

—Lo que dije, Don Fabio. —Puse mis brazos en jarras, con las manos apoyadas en la cadera—. Se le notó que, si yo hubiera sido un hombre, me habría estrechado la mano, pero pareció molesto al ver que era una mujer la que había preparado el que, sin duda, ha sido el mejor pato a la naranja que ha probado en su vida.  

—¡Pero qué dices, Esmeralda! Igual, no era manera de dirigirse a un cliente tan importante. 

En eso quizá tenía razón Don Fabio. Pensé que, de haber sido otro cliente el que me hubiera hecho ese desplante, quizá mi reacción no hubiera sido la misma, pero no estaba dispuesta a reconocer que el tipo había sido un grosero y un pedante. 

—Pues es si es tan importante, con más veraz debió ser más cortés.

—Pero si te llamó para felicitarte, en persona. 

—Sí, pero ya le digo, Don Fabio, que cuando vio que era mujer…

—Bueno, como sea —Me interrumpió Don Fabio—, lo único que has conseguido, Esmeralda, es borrar con el codo lo que hiciste con la mano, porque por más delicioso que estuviera ese pato a la naranja, ese señor no creo que vuelva por acá y es una lástima, porque es el CEO de una de las cadenas hoteleras más grandes del país.

Ya era tarde y no tenía ganas de pelear con mi jefe, menos después de que aceptó (aunque fuera a regañadientes) a Verónica que, a propósito, debía llevar a casa y acostar en una cama adecuada para que pudiera dormir bien.

—Don Fabio, buenas noches. —Me despedí, con Verónica dormida en mis brazos.

—Esmeralda, te deseo lo mismo pero, por favor, piensa en la manera en que reaccionaste esta noche —dijo Don Fabio delante de la puerta—. Tú eres lo más valioso de este bistró, por ti es que hay una fila de clientes esperando afuera y estoy seguro de que, un día de estos, llegará tu oportunidad para dejarme y volar, muy alto, pero, para que eso ocurra, debes mejorar tu carácter y saber qué peleas se dan y cuáles es mejor dejar pasar, ¿me entiendes? 

Era la primera vez que Don Fabio me hablaba de esa manera, casi paternal y, de no haber sido porque estaba cargando a Verónica, hasta lo hubiera abrazado. 

Al salir y sentir la brizna golpear mi rostro, solo supe que odiaba al último tipo que entró al bistró. 

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