El silencio en el Santuario Interior se rompió con el crujido seco de las botas de obsidiana de Seth, el equipo había cruzado el Umbral de la Verdad y ahora se encontraba en la vasta plataforma circular, suspendida sobre el vacío, al pie del Altar.
La luz dorada, cegadora, que emanaba del pilar de cuarzo ancestral bañaba la escena, revelando el rostro del traidor que esperaban, Tiber estaba allí, no como un guerrero, sino como un guardián cínico, con los brazos cruzados y una sonrisa de suficiencia grabada en su rostro.
Lía se detuvo a diez metros, su formación inmutable: ella, en el centro, atada a la Agonía Nivel Cinco de Aiden (sostenido por Ethan), con Seth como su escudo de vanguardia.
El ataque psíquico inicial de Tiber no fue una explosión de energía; fue una puñalada verbal, dirigida quirúrgicamente a la cohesión del equipo.
“Mira qué hermoso espectáculo, mis Alfas, el fracaso envuelto en una cinta de auto-engaño,” saludó Tiber, su voz resonando con el eco de un predicador tra