En la habitación de los mellizos, el ambiente era de conspiración. Mara estaba en su cama con su brazo inmovilizado apoyado con cuidado sobre un cojín. Armando regresó en puntillas.

—Mamá está en la cocina y papá en el patio regando el jardín.

—Si vamos a hablar con Teo, hay que hacerlo ahora —dijo Mara, mirando de reojo hacia la puerta entreabierta.

—Pero no tenemos celular —susurró él, como si las paredes pudieran delatarlos.

—Nosotros no… —Mara ladeó la cabeza, sonriendo con picardía—, pero mamá sí.

Se arrastraron hasta la puerta como pequeños agentes secretos, y al asomarse, vieron el bolso de Dafne sobre la mesa del comedor. Armando asintió como si recibiera una orden silenciosa. Caminó de puntitas, estiró el brazo y, con mucho cuidado, extrajo el teléfono. Luego regresó corriendo a la habitación y cerró la puerta.

—¿Tú sabes como la tiene agregada mamá? —preguntó Mara.

—Obvio —respondió él, con un gesto de orgullo—. Se llama “Amelia mamá de Teo”. Aquí está.

Tocó la pantalla