CAPÍTULO 2. Una buena actriz

CAPÍTULO 2. Una buena actriz

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—No vuelvas por mí —dijo Elijah tomando la mano de aquella mujer y quitándole el anillo de pedida.

—¿Qué…? —La expresión horrorizada en los ojos de su novia le punzó el corazón—. ¡¿Elijah de qué hablas?!

—Estoy cancelando nuestro compromiso, Joss. Ya no nos vamos a casar.

Se marchó y tras él los gritos de aquella mujer con el corazón roto le hirieron los oídos.

—¡Elijah! ¡Dijiste que nos casaríamos, no puedes abandonarme! ¡Elijah vuelve, maldit@ sea! ¡Elijah!

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—¡Elijah! —El grito de su hermano lo lanzó de la cama con una maldición, dándose cuenta de que todo era un sueño, o mejor dicho, un recuerdo de hacía tres meses.

Se puso un pantalón y salió de su cuarto para encontrarse a Sebastian en la cocina, dando vueltas de un lado a otro con preocupación.

—Investigué lo que me pediste —fue el saludo de su hermano—. Tenías razón, la señora Evans te puede dar pelea. El trato que hiciste con Frederick para que no metiera las narices en la presidencia de la empresa se invalidó en el mismo segundo en que murió. Ahora casi todas sus acciones restantes las heredó su mujer, y la hija en una pequeña medida.

Elijah golpeó la encimera con un gesto de frustración.

—¿Me llevan ventaja? —preguntó.

—Con las acciones de la hija, sí —respondió Sebastian—. A menos que la pongas de tu parte, la señora Florence Evans puede hacerse con la presidencia de la empresa y joderte todos los planes que tenías para la transportadora.

—¡Maldición! ¡Son doscientos millones invertidos, Sebastian! ¡No puedo darme el lujo de perder eso!

Su hermano se encogió de hombros, pero los dos sabían muy bien lo que el otro estaba pensando:

—Pues tal como están las cosas, parece que la clave de tu éxito o tu destrucción… es la señorita Evans.

Y mientras Elijah pensaba en qué diablos iba a hacer respecto a eso, a más de veinte millas de allí, en uno de los barrios residenciales más exclusivos de Nueva York, Lynett Evans se acurrucaba en el alfeizar de una ventana.

Tenía el corazón destrozado por la muerte de su padre. Aquel hombre lo había sido todo para ella, su maestro, su confidente y su mejor amigo, y la atormentaba la idea de que ni siquiera había podido despedirse de él. Su padre siempre había sido débil de salud, pero Lynett no había esperado perderlo tan pronto.

Tenía tantas dudas que ni siquiera reparó en la hora antes de ir a la habitación de su madre para preguntarle, y su corazón se detuvo cuando escuchó largos gemidos dentro, seguidos de un suspiro.

—¡Vaya, ya era hora de que me dejaras entrar a tu casa! —dijo la voz risueña y cansada de un hombre maduro y Lynett se cubrió la boca con las manos para no gritar.

—¿Y qué esperabas? ¿Que metiera a mi amante mientras Frederick caminaba por estos pasillos? —replicó su madre en el mismo tono—. Además, sabes que él no era el único problema.

—Tu hija menor… ¿Y tienes idea de qué vas a hacer con la chiquilla? —preguntó el amante de su madre.

—Ni idea. Tendré que aguantarle los lloros por meses. ¡Qué fastidio!

—Pues quizás puedas aprovechar eso. Que te firme la renuncia de sus acciones. Escucha, Florence, hemos trabajado mucho por esto. ¿Crees que fue fácil malograr las inversiones de tu difunto maridito…?

—¡Pues si lo hubieras hecho mejor no habría vendido la mitad de la empresa y ahora yo estaría heredando todo! —gruñó Florence.

—¡¿Y quién imaginaba que el viejo se iba a morir?! —espetó su amante—. ¡Lo que queríamos era robarle nada más…! Pero escucha, no todo está perdido. Le quitas las acciones a tu hija, como tendrás la mayoría también obtendrás la presidencia y así puedes vender la empresa a destajo, y luego nos largamos con todo ese dinero. Tu hija ya está grandecita, que se las arregle sola.

Los ojos de Lynett se llenaron de lágrimas al escuchar la respuesta de su madre.

—Eso también es cierto, ya está en edad de buscarse la vida, como yo lo hice. Es justo que me lleve todo ese dinero y nosotros nos podemos ir a vivir la gran vida… juntos.

Lynnet se dio la vuelta y corrió a su habitación ahogando los sollozos. ¡Entonces eso era! ¡Quien había puesto en aprietos económicos a la empresa era el amante de su madre!

“¡Sabía que reconocía esa voz de algún lado!” El problema era que por más que tratara no lograba recordar de quién era. ¡Y ahora su madre y su amante iban a robarle todo lo que su padre había construido!

—¡No puedo permitirlo… no puedo permitirlo…! —sollozó desesperada y cinco minutos después se echaba una gabardina sobre los hombros y conducía hasta la transportadora, porque no podía estar más en aquella casa.

No supo cuánto tiempo se quedó en el estacionamiento hasta que amaneció, pero su corazón se encogió cuando trató de entrar a la oficina de su padre y le dijeron que estaba ocupada.

—¡¿Qué?! ¡¿Por quién?! —espetó con incredulidad y corrió hacia allá, empujando la puerta violentamente—. ¡No toques eso! —gritó al ver que aquel hombre estaba mirando una foto—. ¡Ni eso ni nada, no toques nada, no…!

Elijah levantó aquellos ojos feroces, clavándolos en ella y Lynett sintió que dejaba de respirar.

—Usted… ¿Qué hace aquí? ¿Por qué…? —preguntó confundida y Elijah achicó los ojos.

¡De verdad era una buena actriz…! El día anterior se había “desmayado” muy convincentemente en sus brazos para que él la viera frágil e inocente, mientras tramaba con su madre la forma de quitárselo todo.

—Te lo dije ayer, soy socio del señor Evans. Me vendió la mitad de su compañía.

Lynett abrió mucho los ojos al darse cuenta de quién era el hombre al que había conocido el día anterior.

—¡¿Usted es… es Elijah Vanderwood?! —preguntó acercándose y él apretó los dientes con un gesto de asentimiento.

—Y tú eres Lynett Evans. Mi sentido pésame por la muerte de tu padre.

Los ojos de la muchacha frente a él se llenaron de lágrimas, pero intentó recomponerse.

—Ayer cuando lo vi… no tenía idea… —susurró y Elijah se aguantó el gruñido de repulsión.

“¡Excelente actriz!”, pensó con rabia. “Pero he conocido mejores.”

Sin embargo Lynett solo lo miraba con preocupación, porque sabía él era la única otra persona en el mundo que lo perdería todo si su madre lograba su propósito. ¡El único que podía ayudarla era él!

—Escuche… señor Vanderwood… —pasó saliva, nerviosa, pensando cómo decir aquello—. Yo sé que usted cree que hizo una gran inversión aquí, pero… pero las cosas no son como piensa. Mire, yo ayudaba a mi padre con la empresa y tengo que decirle que…

Elijah achicó los ojos viéndola observar alrededor con angustia. Era una chica hermosa pero se vestía todavía con rezagos infantiles y parecía más mimada que inteligente.

—¿Tú, en serio ayudabas aquí? ¿Cómo qué edad tienes?

—Diecinueve —respondió Lynett un poco incómoda por aquella nota de desprecio en su voz—. ¡Pero estoy estudiando Administración en Columbia, no soy una idiota…!

—¡Wow, una universidad de la Ivy League!, ¿esperas un elogio o algo? —murmuró Elijah y se acercó más a ella, odiando aquella electricidad que parecía levantarse entre los dos, justo como el día anterior.

Lynett pasó saliva conteniendo el aliento porque aquel hombre era imponente. Más de uno ochenta, cabello castaño claro y ojos oscuros. Desprendía un aroma a seguridad y a peligro casi embriagador, y la intimidaba tanto que dio un paso instintivo hacia atrás.

—¡Señor Vanderwood, no estoy jugando! ¡Tengo… y usted también tiene enemigos aquí adentro, ¿entiende!? —susurró ella mientras sus ojos se humedecían—. ¡No quiero que la empresa de mi padre se destruya e imagino que usted tampoco lo quiere, así que tiene que escucharme, por favor!

La boca de Elijah se volvió una fina línea de desconfianza. Su instinto le gritaba: “trampa” por todos lados, pero las palabras “enemigos” y “destrucción” pesaban más.

—¿A qué diablos te refieres? —siseó con sospecha y la muchacha se encogió sobre sí misma.

—No… no confío en nadie aquí —susurró Lynett asustada y temblorosa—. ¡Lo siento, no puedo decírselo aquí! ¡No sé quién pueda estar oyendo!

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