Capítulo 2 - Gracias por ayudarme a cumplir este deseo.

Aquella noche, ataviada con un vestido negro entallado y unos tacones dorados, a juego con su bolsa de mano.

Cuando llegó al restaurante en el que había sido citada, recordó que el hombre, en el correo electrónico, le había dicho que debía presentarse con su nombre y apellido y que debía decir que tenía una reserva junto a Antonio Rossi.

Y eso fue lo que hizo.

Sara la había acompañado hasta la esquina más cercana, antes de irse con Francesco al cine, para entretenerlo.

El hombre que se encontraba en la entrada, trajeado de pies a cabeza, la buscó en una lista en el interior de una carpeta negra y, una vez que encontró su nombre, la hizo pasar.

Rápidamente, la guio hasta un reservado que se encontraba al final del restaurante.

—Es aquí, señorita —dijo el hombre y se alejó sin más.

—Gracias. —Gianina sonrió.

En cuanto abrió la cortinilla, que separaba el reservado del resto del restaurante, los ánimos se le vinieron abajo.

¿Aquel era el millonario que quería alquilar su vientre?

Pero, peor aún, si ella aceptaba, debería casarse con él…

Rápidamente, le envió un mensaje a su amiga.

«No sabes en el lío en el que me he metido».

Tras enviarlo, se adentró en el reservado. Ya que estaba allí, ¿qué más podía hacer?

El anciano tenía un rostro afable, y, a pesar del tubo de oxígeno que llevaba debajo de la nariz.

—¿Gianina Costa? —preguntó el hombre con voz ronca.

—Así es —dijo Gianina, acercándose a él y dándole un casto beso en la mejilla—. Un gusto conocerlo, señor Antonio.

—Puedes decirme simplemente Antonio. —El hombre sonrió.

La plática con aquel hombre resultó ser de lo más que amena.

Antonio sabía sobre absolutamente cualquier tema y era capaz de mantener la conversación más banal de la misma manera que una filosófica.

Poco a poco, la primera impresión de Gianina se fue disipando y comenzó a encariñarse, de cierta forma, con aquel hombre tan atento y capaz.

Sin embargo, durante lo que había durado la cena, no habían tocado, ni siquiera rozado, el tema que los había reunido allí, por lo que Gianina, con cierta incomodidad, preguntó:

—Señor Antonio, me gustaría saber, si no le incomoda que hable del tema, claro, ¿por qué decidió subrogar un vientre?

El hombre inspiró profundo, dibujó una cálida sonrisa y, sin demasiados rodeos, respondió:

—Hace muchos años contraje matrimonio con el amor de mi vida. Era la mujer más hermosa que conocí. De hecho, se parecía mucho a ti, tu cabello, tus ojos y tu manera de ser me recuerda mucho a ella. —La nostalgia era visible en sus ojos—. Lamentablemente, ella nunca pudo quedar embarazada, aunque era un deseo de ambos. Tenía un problema en el útero que hacía que cualquier método de fertilización, fuera natural o por inseminación, no funcionara.

El hombre suspiró y se secó una lágrima traicionera que se había escapado de su ojo derecho.

Gianina extendió la mano y apretó la avejentada mano del hombre.

—Disculpa es que me acuerdo de todo lo que vivimos y cómo el cáncer se la llevó de mi lado, que…

Inspiró profundamente y soltó el aire con lentitud.

—En fin, yo le prometí que, aunque no fuera suyo, tendría el hijo que tanto habíamos anhelado, que lo amaría como si fuera suyo. El tema está en que me enfoqué tanto en el trabajo que me dejé estar por años y aunque ahora parezco un hombre de setenta, tan solo tengo cincuenta y seis años. Eso que dicen que el estrés mata, es cierto, créelo. Aquí —dijo señalándose— tienes la prueba.

»La cuestión es que no quiero irme de este mundo sin dejar un heredero. ¿De qué me serviría haberme enfocado tanto en montar un imperio cuando no tengo familiares vivos o cercanos y no tengo un hijo? Es por eso que decidí subrogar un vientre. Creo que es la mejor manera de dejar un legado, una parte de mí en la tierra, cuando yo me vaya. Lo cual, lamentablemente, no será muy tarde. —Suspiró.

Gianina no pudo más que compadecerse de lo que el hombre le acababa de contar.

Para ella tenía sentido que quisiera dejar un heredero, alguien que pudiera utilizar toda la fortuna que él había amasado y que lo había llevado a tal estrés que lo había dejado en ese estado.

Realmente, le parecía increíble que aquel hombre tuviera apenas cincuenta y seis años, aparentaba mucho más.

Pero, como siempre decía Sara, ¿quién era ella para juzgar lo que cada uno hacía con su vida?

—Y, bien, perdón que vaya directo al grano, pero… —Tragó saliva—, ¿cómo sería el trato? Algo leí en el correo electrónico que me envió, pero me gustaría que me lo explique detenidamente, punto por punto y de una manera sintética. —Rio—. Lo siento, tengo problemas a la hora de retener demasiada información. Aunque, a veces, retengo información completamente innecesaria. —Rio una vez más y Antonio se unió.

Antonio se humedeció los labios, mientras buscaba las palabras para sintetizar lo que Gianina necesitaba saber.

—Verás, en primer lugar, aun sabiendo que tienes un hijo, por lo que me has contado, haremos una prueba de fertilidad. Una vez esté hecha, te casarás conmigo para luego hacer la inseminación artificial. Te preguntarás que por qué debes casarte conmigo y es un cuestionamiento razonable. Esto es porque, ya que no me queda demasiado tiempo de vida, todo pasaría a ti hasta que el niño o niña cumpla la mayoría de edad. De esa manera, ni a ti, ni a tu hijo, ni al nuestro les faltaría absolutamente nada —respondió. 

—Firmaremos un contrato, ¿no?

—Si eso te hace sentir más segura, puedo pedirle a mi abogado que lo redacte, no tengo ningún problema.

—Por mí, sería mucho mejor. No es que desconfíe de usted ni mucho menos, pero las cuentas claras conservan cualquier relación. —Sonrió.

—Me gusta como piensas. Es una lástima no haberte conocido antes de que me sucediera todo esto. —Suspiró—. Pero bien, mañana en la mañana, te espero en mi mansión, aquí tienes la dirección —dijo, entregándole una tarjeta que sacó del interior de su abrigo—. Allí nos reuniremos con el abogado y entre los tres elaboraremos las cláusulas del contrato. —Sonrió.

—Es usted un gran hombre, Antonio. Me apena mucho su historia y me encantaría poder ayudarle en todo lo que sea necesario —dijo Gianina, realmente conmovida.

—No soy un santo, he cometido mis errores, pero no tienes que hacer nada, con acceder a ser mi esposa y la madre de mi hijo, yo ya estoy pagado —respondió y sonrió por enésima vez.

Gianina sonrió y, tras esta conversación, ambos continuaron hablando de sus vidas.

Temas más banales, pero no menos importantes, si, próximamente, contraerían nupcias.

Gianina se sentía sumamente a gusto con aquel hombre, por lo que, cuando miró la hora en el móvil, se sorprendió de que fueran más de las doce de la noche.

—Antonio, no quiero cortar la conversación a estas alturas, pero… creo que es hora de que nos marchemos antes de que nos echen del restaurante. La verdad es que ha sido un gran placer conocerlo y, ya sabe, estoy más que dispuesta a ayudarlo en todo lo que sea necesario —dijo con una sonrisa—. Mañana a primera hora estaré en su casa.

—Gracias, Gianina, eres un amor. Gracias por ayudarme a cumplir este deseo.

—No tiene nada que agradecerme, la agradecida soy yo por haberlo conocido —repuso y se levantó de su asiento.

—Le diré a mi chófer que la lleve.

—¡No! No se preocupe, no se moleste, mi amiga me está esperando en el bar de la esquina. Me iré con ella.

—Pues espero que no haya bebido demasiado, no me gustaría que a mi futura esposa y madre de mi hijo le suceda nada. —Rio.

—Tranquilo, que si no conduce ella lo haré yo, pero no pienso dejarla botada a la pobre.

—Eres una gran persona, Gianina.

—Lo mismo puedo decir de usted. Nos vemos mañana —dijo y se acercó para darle dos besos en las mejillas.

—Hasta mañana —saludó Antonio y la vio marcharse.

Sinceramente, esa mujer le había caído de maravillas, mucho mejor de lo que había sentido a través de los correos electrónicos.

Estaba seguro de que al casarse y tener un hijo con ella era la mejor decisión.

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