—Mi felicidad estaría cimentada sobre la desgracia de otro –dijo, más para sí, pero Raphael la escuchó, y fue como un puñal directo a su corazón. Se alejó de ella riendo de una manera extraña y buscó su ropa para empezar a vestirse. Samantha lo miró como a través de un cristal deforme. Él se estaba vistiendo, y a pesar de que había reído, en su rostro no había ni pizca de humor o alegría—. ¿Qué… qué haces?
—Dejarte. Eso hago –Samantha sabía lo que era un paro cardiaco, y el dolor en su pecho y en su alma se parecía mucho a eso.
— ¿Por… qué?
—Porque eres, después de todo, una ego&iac