En Houston, Pablo vivía otra realidad, quizás menos turbulenta, pero no menos dolorosa. No era ni orgulloso ni obstinado. Por naturaleza, era tranquilo. Y aunque los primeros meses habían sido devastadores, la actitud de Elizabeth le había dado una pizca de esperanza.
Aun así, cuando le prometió a Lizzy que no la molestaría, hablaba en serio. Si ella decidía quedarse con su esposo, él lo respetaría. Eso no significaba que lo aceptara... ni mucho menos que dejara de amarla.
Si hubiese podido olvidarla, no habría hecho todo lo que hizo para estar cerca de ella.
Aquella noche se encontraba en una fiesta organizada por unos viejos amigos de los Mendoza, donde todos esperaban, en silencio, que por fin Pablo se fijara en la hija de los anfitriones. La pobre chica hacía lo imposible por llamar su atención, pero él estaba a mundos de distancia, perdido en pensamientos y recuerdos de Elizabeth.
—Si sigues con esa cara de idiota, te voy a llevar al manicomio —dijo Lucía entre dientes—. Por favor