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Capítulo 4: Lo prohibido se hace piel

Capítulo 4: Lo prohibido se hace piel

El sol se filtraba con timidez entre las hojas, dibujando sombras sobre la acera mientras Alejandra caminaba sin rumbo fijo. Necesitaba aire. Después de tantas noches en vela, de tantos pensamientos enredados, lo único que quería era volver a sentir algo que no fuera duda o tristeza.

Pasó por la vieja librería donde solía refugiarse de adolescente, luego se detuvo frente a la floristería donde su madre compraba jazmines cada semana. El olor dulce y penetrante le trajo un recuerdo que no supo si la alivió o la hirió.

Iba a cruzar la calle cuando una voz la llamó.

—¡Alejandra!

Giró sorprendida. Un auto se detuvo frente a ella. En la ventanilla, una cara conocida: Vanesa.

—¡Dios mío! ¡Estás igual! —exclamó con una sonrisa que parecía demasiado grande para el momento.

Alejandra soltó una risa breve.

—Mentira. Pero gracias por mentirme.

Vanesa se bajó del coche y la abrazó con fuerza. El perfume que usaba seguía siendo el mismo: jazmín y almizcle.

Fueron a una cafetería cercana y se acomodaron en una esquina, como si el tiempo no hubiera pasado.

—¿Y Rodrigo? —preguntó Vanesa, removiendo el café con la cucharilla, sin mirarla directamente.

—En Nueva York.

—¿Todo bien?

Alejandra dudó.

—Digamos que necesitaba respirar.

Vanesa asintió con una expresión difícil de leer. Había algo en sus ojos, un brillo extraño, un dejo de secreto.

—¿Y tú? ¿Sigues por el barrio?

—Sí. Aunque... estoy tratando de recuperar a alguien.

—¿Ah, sí? ¿Y quién es el afortunado?

Vanesa no respondió. Solo sonrió. Esa sonrisa dejó una grieta incómoda en el pecho de Alejandra, pero no preguntó más.

No sabía que esa conversación marcaría el inicio de una tormenta. Que algunas verdades estaban por salir a la superficie, arrastrando todo a su paso.

Sin embargo, su mente no estaba con Vanesa. Ni siquiera con Rodrigo.

Estaba con Matías.

Desde que lo había vuelto a ver, algo dentro de ella no encontraba sosiego. Su mirada, su cercanía, su manera de estar sin pedir nada, solo ofreciendo calma... La removía desde lo más hondo.

Aquella noche el aire era espeso, cargado de promesas silenciosas. Alejandra se sirvió una copa de vino y salió al balcón. Las farolas alumbraban débilmente la calle vacía. El cielo parecía más cercano, como si algo a punto de suceder lo jalara hacia la tierra.

El timbre sonó, cortando el silencio.

Fue hasta la puerta con el corazón latiéndole en la garganta.

Era él.

Matías.

—¿Puedo pasar? —preguntó, con una voz apenas contenida.

Ella asintió y se hizo a un lado. Subieron en silencio hasta el estudio. Ella encendió una lámpara de luz suave. Él caminó hacia la ventana y se quedó ahí, contemplando el jardín oscuro.

—No sabía si venir… pero no podía dormir.

—Yo tampoco.

El silencio entre ellos no era incómodo. Era expectante.

—¿Piensas en nosotros a veces? —preguntó ella, sin pensarlo demasiado.

Él se giró.

—Todo el tiempo.

Ella dio un paso. Luego otro. Se detuvo a pocos centímetros.

—Yo también.

Matías alzó la mano y rozó su mejilla con una ternura antigua. Alejandra cerró los ojos.

—¿Te puedo besar?

La misma pregunta de antes. La que había marcado su historia.

—Sí.

El beso fue lento, como un redescubrimiento. Sus labios se buscaron con deseo contenido. Pero pronto la urgencia los atrapó. Las bocas se abrieron, las lenguas se encontraron, los cuerpos se reconocieron.

Alejandra le quitó la chaqueta. Él le desabotonó la camisa con dedos temblorosos, deteniéndose a besarle cada centímetro de piel que iba quedando al descubierto.

Ella jadeó cuando sus labios descendieron por su cuello. Le desabrochó el sujetador con destreza y sus pechos quedaron expuestos a la luz cálida. Matías los acarició con la boca, con los dedos, con el alma. Ella se arqueó, enredando las manos en su cabello, gimiendo suave.

—Dios… te extrañé tanto —murmuró él, besándole el ombligo mientras se arrodillaba ante ella.

Ella abrió los labios, pero no dijo nada.

Matías le quitó la ropa interior y la guió hasta el sofá. Alejandra se recostó, desnuda, abierta, vulnerable… y completamente entregada.

Él se desvistió con rapidez. Su cuerpo era fuerte, firme, bellamente masculino.

Se inclinó sobre ella y deslizó los labios por su vientre, bajando lentamente, hasta llegar a su centro. La besó ahí con una devoción casi religiosa.

Alejandra se estremeció, llevando una mano a su boca para no gritar.

Su lengua la acariciaba con ritmo paciente, envolvente. Cada movimiento la acercaba más al abismo.

Cuando sus dedos entraron en ella, acompañando las embestidas de su boca, Alejandra perdió el control. Su cuerpo se sacudió con un gemido agudo y prolongado.

—No pares… por favor… —susurró entre jadeos.

Matías la besó, sus bocas empapadas de deseo. Luego la penetró con lentitud, con un gemido ronco, como si encontrarla por dentro fuera lo único que necesitaba para estar completo.

Se movió despacio al principio, hundiéndose una y otra vez, explorándola. Alejandra lo abrazaba con las piernas, hundiendo las uñas en su espalda.

—Más fuerte… —pidió, entre gemidos.

Él obedeció. La embestida se volvió más intensa. Cada choque de sus cuerpos era una declaración de amor y necesidad.

Alejandra gritó su nombre cuando volvió a venirse, temblando debajo de él.

Matías llegó poco después, con un gruñido bajo, derramándose dentro de ella, aferrado a su piel como si le fuera la vida en ello.

Después, se quedaron abrazados, respirando agitados, cubiertos de sudor y amor.

—¿Estás bien? —preguntó él, acariciándole la espalda.

Alejandra besó su pecho.

—Ahora sí.

POV Alejandra

Por primera vez en años, no me siento rota. No me siento usada. Me siento… yo.

No durmieron esa noche.

Se amaron en el suelo, contra la pared, de pie, en el sofá otra vez. Con hambre. Con ternura. Con esa desesperación que solo tienen los cuerpos que se han anhelado demasiado.

Cada caricia era una promesa. Cada orgasmo, un reencuentro.

Cuando el amanecer empezó a pintar de oro las paredes, Alejandra lo supo: aquello no era un error.

Pero tampoco era sencillo.

Rodrigo seguía existiendo.

Y lo que acababa de pasar con Matías… era el principio de algo que no podrían detener.

Ni aunque lo intentaran.

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