El miedo me recorrió la piel como una corriente helada. Estaba ahí, sentado en mi sala, respirando el mismo aire que mi familia, como si nada hubiera pasado. Jacobo. Su presencia era un eco del pasado que yo había dejado enterrado —o al menos, eso había intentado.
Mi cuerpo se tensó, pero mi rostro se mantuvo sereno, casi indiferente. No podía permitir que ellos notaran nada, no ahora. No sabían. Nadie en casa conocía la verdad de lo que ocurrió en España, de las veces que el miedo se me escondía bajo la lengua cuando él hablaba, de cómo mi libertad se fue desdibujando sin que me diera cuenta.
Y no, no iba a contarles. No en ese momento. No cuando mi abuela estaba en casa, cuando el desayuno estaba servido como una celebración silenciosa de mi regreso. No quería manchar la mesa con la sombra de algo que aún dolía.
Mientras tanto, me esforzaba por no mostrar la incomodidad, por sonreír cuando Gabriel —mi hermano— intentaba hacerme sentir como si todo estuviera en orden. Me preocupaba q