Jaqueline
—¿Aceptarías una invitación de César para cenar?
La pregunta de Alexandre fue directa e inesperada. Ni siquiera tuve tiempo de formular una respuesta. Mis ojos se fijaron en los suyos intentando descifrar qué había detrás de aquella tensión, pero todo se desvaneció en un gesto más rápido que el pensamiento: el beso arrollador.
Tomó mis labios con una intensidad que me hizo olvidar dónde estaba, quién era y qué debía decir o hacer. Sus manos firmes me acercaron con fuerza, como si quisiera fundirme en su propio cuerpo. Todo en él gritaba una urgencia silenciosa, un sentimiento reprimido que había explotado sin control.
El beso de Alexandre no era solo deseo. Era posesión, era celos, era la advertencia muda de que yo no estaba —ni debía estar— disponible para otro hombre. En ese momento supe con certeza que él estaba dominado por los celos. Lo sentía en la manera en que sus dedos se aferraban a mi cintura y en el control absoluto que su lengua tomaba sobre la mía.
Me quedé si