El camino de regreso a casa fue silencioso. Los niños, cansados por la corrida y aún confundidos por la repentina salida del parque, dormitaban en el asiento trasero mientras el sol descendía lentamente, tiñendo el cielo con tonos anaranjados. Aslin no dijo una palabra. Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y sus ojos no dejaban de mirar por los espejos, como si esperara ver aquella figura de nuevo, agazapada entre los árboles o caminando por la acera con esa misma sonrisa cruel.
Al llegar, ni siquiera entró por la cocina como solía hacerlo. No saludó a las niñeras, no respondió a los niños que preguntaban si podían ver caricaturas. Subió las escaleras como una sombra y se encerró en la habitación principal. Cerró la puerta con cuidado, pero la cerradura hizo un clic que retumbó en sus oídos como un disparo. Se quitó los zapatos, las gafas de sol, y sin cambiarse de ropa, se recostó sobre la colcha clara de lino, mirando el techo sin