—¡Alexander! —grité de nuevo, con el pecho ardiendo, los ojos llenos de lágrimas y la garganta hecha un nudo—. ¡Maldito cobarde, da la cara!
Pero no hubo respuesta.
Solo el viento.
Solo el maldito sonido del viento meciéndose entre las hojas, como una burla suave, como si la misma naturaleza quisiera recordarme que él siempre se escondía tras las sombras, dejando migajas de miedo a su paso.
Me quedé allí, en medio de los árboles, respirando con dificultad, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con el cansancio. No podía más. Estaba harta. Agotada. Cansada de correr, de temer, de fingir que estaba bien cuando por dentro me encontraba deshecha .
Me di la vuelta y regresé a la mansión sin mirar atrás. Las puertas se cerraron tras de mí con un golpe seco. Subí las escaleras sin detenerme, sin pensar. Mi cuerpo se movía solo, como si conociera el camino hacia mi refugio de tristeza.
Entré a mi habitación y cerré la puerta con fuerza.
Me acerqué al buró con pasos rápidos y desesperados, abrí