El sonido de arcadas llenó el baño por tercera vez esa mañana.

Marie se aferraba al borde del lavamanos con los nudillos blancos, el rostro empapado en sudor, las rodillas temblorosas. Nathan estaba tras ella, arrodillado, sujetándole el cabello con una mano y con la otra acariciándole suavemente la espalda.

—¿Otra vez? —preguntó con voz baja, más preocupado que cansado.

Marie apenas pudo asentir antes de volver a inclinarse. Esta vez fue peor. Sintió que vomitaba hasta el alma, como si su estómago quisiera darle la vuelta al cuerpo.

Nathan frunció el ceño, sacó su celular y comenzó a marcar con el pulgar. Mientras tanto, sujetaba el cabello de Marie como si fuera cristal y la miraba como si se le fuera a romper en cualquier momento.

—Doctor, buenos días —dijo en cuanto la llamada fue atendida—. Sí, soy Nathan… Es Marie, lleva varios días con náuseas, pero hoy no ha parado de vomitar. ¿Eso es normal? Parece que no le queda nada en el estómago. Está muy pálida.

Pausa.

—Sí, lo entiendo…