Cuando Betty llegó a casa, estaba aturdida, no había dejado de llorar, pero tuvo que calmarse, debía entrar a su hogar, fingir que estaba bien.
Miró su rostro, sus ojos estaban enrojecidos, respiró profundamente.
«¿Es mi hijo? ¿Es una mentira? ¡Es una pesadilla!», pensó
Pellizcó su piel para recordar que eso era la realidad.
Cuando entró en la casa, escuchó una vocecilla al fondo, en el salón; era la voz de Bradley.
El hombre cantaba una dulce canción de cuna, la balanceaba con profunda ternura y cuidado.
El corazón de Betty resonó como un tambor, casi quería sonreír. Bradley era más que un excelente hombre, padre y esposo. También era el dueño de su corazón, era su amor, el hombre con el que quería envejecer, y amarlo hasta el fin.
Una lágrima rodó por su mejilla.
Bradley la descubrió.
—Mi amor, ¿Qué te pasa, Betty? ¿Por qué lloras?
Betty limpió sus lágrimas, negó.
—Lloro de felicidad —dijo dubitativa
Bradley frunció el ceño, había algo en su tono de voz que no le convenci