Fui inteligente al esperar a la salida del trabajo para hablar con él, porque no sería capaz de dar clases con aquel malestar que me invadía.
Mientras bajaba las escaleras para dirigirme a mi salón para buscar mis cosas, vi de lejos a Carlos y maldecí a mis adentros el que me viera así, porque lo más seguro era que me seguiría para preguntarme.
—Rousse, Rousse —escuché que comenzó a llamarme.
Caminé con paso apresurado hasta mi salón y volví a maldecir cuando encontré al mismo grupo de siempre ya empotrado en la recepción: debía pedir que me cambiaran de salón, definitivamente.
Entré al salón y más atrás lo hizo Carlos.
—Rousse, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras?
Limpié las lágrimas de mis mejillas mientras me quitaba la bata, pero, para mi de