Ariane
— Vas a recorrer la sala del comedor a cuatro patas —ordeno con frialdad.
Tomo la correa y la engancho a su cuello. La hago avanzar como si fuera un perro. Ella obedece, temblando, arrastrándose por el suelo con los ojos llenos de lágrimas. Las gotas resbalan por sus mejillas mientras atraviesa la sala bajo las miradas heladas de los presentes. Yo, por mi parte, me deleito. No imaginas cuánto placer me da verte así, humillada, reducida a nada. Es una venganza silenciosa, pero efectiva. Todavía no he digerido cómo nos cruzamos aquella vez… esa imagen sigue viva en mi memoria: ustedes dos, desnudos, en esa habitación. Esa traición dejó una cicatriz.
Cuando termina el recorrido, todos siguen sentados, observando mis próximos movimientos.
— Me das lástima, ¿sabes? Pensarás dos veces antes de volver a este lugar.
— ¿Quieres que te libere? —pregunto con fingida dulzura.
— Sí, señorita.
— Tendrás que hacer algo por mí.
— Lo que usted quiera, señorita.
— Mis pies están algo sucios...