CAPÍTULO 5

Capítulo 5

Santiago estaba fuera de sí, la habitación se llenaba con su voz furiosa, mientras la miraba enojado.

Isabel, de pie junto a la puerta, intentaba mantener la calma, aunque sus manos delataban su nerviosismo por el temblor de sus manos

—Sabes que la necesitas —dijo, con firmeza mientras su voz se quebraba por la rabia —. Luisa será tu enfermera y punto.

Me quedé paralizada en ese momento. Verlo de nuevo ya era suficiente para helarme la sangre… pero verlo así, paralizado, con esa mirada que fria y furiosa me hizo perder el aliento.

—Señor… yo le aseguro… —traté de hablar, pero la voz me salió rota.

—¡Cállate! Nadie te pidió la opinión —escupió, fijando en mí una mirada que parecía quemar—. Si decides quedarte, te haré la vida imposible. Piénsalo bien.

Giró la silla de ruedas y se alejó, impulsando los aros metálicos con una fuerza que parecía venir de la rabia. Lo seguí solo con la mirada, todavía sintiendo el peso de sus palabras en el pecho. Isabel suspiró y, con la voz quebrada, rompió el silencio.

—Entenderé si quieres irte… En Europa nos dejaron tres enfermeras por su comportamiento. Cree que, por ser su esposa, debo atenderlo yo.

Una lágrima se le escapó antes de que pudiera disimularla. Se la limpió rápido, como si no quisiera mostrarse débil, pero sus manos temblaban.

—¿Qué pasó? —pregunté, tomándola suavemente de la mano, ganándome su confianza.

—Tuvimos un accidente en España… después de una discusión —su mirada se perdió en un punto invisible—. Para volver a caminar necesita una cirugía complicada, con transfusión de sangre, pero su tipo de sangre es especial. Hasta entonces, está atado a la silla.

No dije nada. Solo asentí. Le aseguré que me quedaría. Ya había lidiado con pacientes difíciles… aunque la verdad era otra. No pensaba desaprovechar la oportunidad de estar cerca de ella. Cerca de la mujer que mató a mi madre y a mi amiga.

Esa misma noche me instalé en la casa. Ethan se durmió rápido, hundido en la cama amplia que nos habían preparado. Yo, en cambio, subí a la habitación de Santiago con la lista de tareas en la mano. Todo estaba medido al detalle: horas, temperaturas, cantidades.

20:25 —Hora del baño caliente.

Agua a 37°, diez gotas de lavanda, dos cucharadas de jabón de la botella azul.

Preparé todo. Cuando salí, él me esperaba en la silla, con el ceño fruncido.

—¿Dónde está Isabel? Ella es quien me da el baño. No tú, niñita —dijo, con su mirada dominante.

—A partir de hoy, yo estaré a cargo —respondí, intentando que mi voz sonara firme—. Déjeme hacer mi trabajo, por favor no se comporte infantil.

Una sonrisa burlona se dibujó en su boca.

—¿Infantil? ¿Acabas de llamar infantil a tu jefe? —dijo, apretando con fuerza el manubrio de la silla.

—Solo quiero cumplir con lo que me corresponde —le sostuve la mirada.

Se quitó la ropa despacio, sin apartar los ojos de mí, hasta quedar desnudo.

—Atiéndeme.

Lo llevé al baño. Se sostuvo de las barras laterales para meterse en el agua.

—Llegas tarde. A las 20:25 debo estar aquí y son las 20:30. Mi tiempo vale oro —me lanzó una mirada afilada.

—El mío también. Y perdimos cinco minutos discutiendo sobre quién debe darle la ducha —repliqué.

La esponja rozó su piel y una salpicadura de espuma manchó mi uniforme. 

Mis senos húmedos traslúcian en el uniforme blanco, Él lo notó y los miro fijamente, Yo también. Mi mirada fue suficiente para que apartara los ojos.

Al ayudarlo a salir, me tomó del cuello. Su aliento quedó demasiado cerca, sus labios casi rosaban los míos.

—¿Vas a atenderme… en todos los sentidos? —su voz era provocadora pero más bien era extraño reto.

No era acoso, Solo quería sacarme de mis casillas para que renunciará.

—Haré lo que se requiere. Para lo demás… tiene a su esposa o a sus manos —dije, sin pestañear.

Soltó una risa baja y dejó que lo sentara de nuevo en la silla. Antes de que pudiera irme, me sujetó del brazo.

—¿Cuánto quieres para largarte? Serás difícil de doblegar, y yo prefiero el camino fácil.

—No me voy a ir. Si quiere que lo haga, tendrá que quebrarme usted mismo —respondí, con una leve sonrisa que lo hizo arquear una ceja—. Podría dejar que lo cuiden… sería más fácil, sobre todo para su esposa.

—No quiero fácil. Ella me hizo esto… me engañó —gritó, tan fuerte que el sonido me sacudió entera.

—Pero… —intenté decir algo.

—¡Lárgate! ¡No quiero verte! —me empujó. Perdí el equilibrio y caí al suelo.

Me levanté sin mirarlo y salí de la habitación. Las manos me temblaban todavía y me encerré en mi habitación.

Mi cabeza era un caos. Tres años… ¿qué había pasado en todo ese tiempo? ¿En qué momento el hombre que me había tocado con tanta ternura, pensando en Isabel, se había convertido en alguien que parecía querer verla hecha pedazos?

Abracé a Ethan y me dejé caer en la cama con él. Su respiración tranquila me arrulló hasta que la alarma rompió el silencio y me obligó a empezar el día.

Lo preparé para la guardería. Le serví el desayuno, mientras charlaba un poco con los sirvientes que iban y venían por la cocina.

Luego subí a la habitación del abuelo Mondragón. Tenía que darle su medicación.

Estaba sentado, con la mirada fija en un punto, en estado catatonico, Ningún gesto. Ninguna señal, estaba perdido en sus pensamientos 

Le acerqué un vaso de agua en sus labios, En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Ethan entró corriendo, con esa energía que parecía no acabarse nunca.

—¡Buelito! —gritó, lanzándose a abrazar al anciano.

Contra todo pronóstico, el abuelo giró apenas la cabeza. Una sonrisa mínima se dibujó en su rostro.

—San… tiago… —susurró, antes de volver a perderse en la nada.

Tomé a Ethan en brazos y lo aparté con cuidado.

—No vuelvas a hacerlo, ¿sí? —le pedí, suave pero firme. No quería que tuviera trato con ellos —Es el trabajo de mamá, y debes esperar en la cocina.

Fátima, el ama de llaves, me miró sorprendida.

—Es increíble… el señor no ha dicho una palabra en meses. Y… bueno… ese niño sí que se parece un poco al señor Santiago cuando era pequeño —comentó, bajando la voz.

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