El tiempo pareció congelarse.
El silencio se volvió absoluto, un vacío inmenso donde ni siquiera los ecos del corazón se atrevían a latir. Lucía tenía el alma suspendida entre dos abismos. El aire era pesado, saturado de tensiones invisibles, y su respiración se volvió un murmullo contenido entre los labios secos.
Allí estaba él. Henrry. Arrodillado, sangrando, encadenado por hechizos tan antiguos como el miedo, tan crueles como las cadenas invisibles que atan a los que han sido traicionados por el destino, pero él no gritaba, no suplicaba y no movía un músculo, más que los ojos. Esos ojos fijos en ella.
Era una mirada desnuda, sin defensa, sin arrogancia y sin expectativas. Solo amor.
Un amor tan crudo, tan genuino, tan devastador, que Lucía sintió cómo todo el dolor de su alma, su fragmentada existencia, sus dudas, su rabia, se disolvía lentamente como ceniza en el viento.
“Él no me ata”. El pensamiento la golpeó como un trueno silencioso.
“Henrry no me ata… me libera”. Y entonces l