Rustar, su lobo, habló en su mente como un gruñido contenido:
«No importaría si te dejas marcar de ella. De todas maneras morirá. La diosa nos dará a otra mate, o tendremos a Malahia. Esto es… solo una humillación pasajera.»
Ese macho cerró los ojos por un segundo.
«Es una estupidez…», le dijo a su lobo, internamente.
Rustar no cedía. Su voz interna fue clara y afilada:
«Le prometiste eso. No deberías mentirle.»
«No he mentido.», replicó Raymond, con dureza.
«¿Y cómo evitarás que lo haga si ella insiste? Es algo de lo que ella no sabe, no tiene idea de lo serio que es…»
La mandíbula de ese macho dibujó una línea tensa. Se levantó despacio, buscando la salida de la torre con pasos cortos y torpes.
Pero él se mareó y tuvo que apoyarse en la baranda. Sus pensamientos eran serios y crueles: proteger su reputación, ganar tiempo, aguantar hasta que el vientre de ella creciera del todo y entonces… deshacerse de ella.
«Buscaré evitarlo hasta que ella dé a luz», dijo a