CAPÍTULO 50
Los besos eran hambre de amor, eran necesidad de estar con el otro.
Matthew despojó a Amelia de su ropa con una facilidad desesperada, deseoso de sentir su piel cálida bajo sus manos.
La misma piel que había estado en sus pensamientos, suave y tersa.
La loba jadeaba al contacto, embriagada por las caricias firmes y devotas con las que el Alfa la reclamaba.
En ese momento, nada más existía. Solo ellos. Solo el deseo desenfrenado de dos lobos destinados encontrándose.
Cuando llegaron a la cama, Matthew se detuvo un instante, contemplándola.
La escena era perfecta.
Amelia, desnuda, con los ojos oscurecidos de deseo, se mordía el labio inferior mientras su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas. Se frotaba los muslos con una urgencia silenciosa, ansiosa, vulnerable de pertenecerle
Solo comprobó que ella seguía siendo suya.
Él no pudo resistirse más.
Se inclinó sobre ella, llenándola de besos que descendían lentamente por su abdomen hasta llegar a su ombli