Capítulo 2 — Promesas bajo la Ceniza

Los días siguientes a la gran ceremonia de bienvenida fueron una niebla densa para Lyra.

El valle seguía su ritmo: los puestos del mercado abrían, los cazadores partían al amanecer, las risas de los cachorros resonaban entre los abedules… pero para ella todo transcurría como un eco, como si caminara por dentro de un sueño que no era suyo.

No era solo el dolor del rechazo.

Era la sensación de haber perdido algo que no podía nombrar, algo más profundo que el amor. Había perdido a su mejor amigo.

Damon había sido el refugio de su infancia: el que la defendía de las bromas de los mayores, el que le enseñó a trepar a los árboles, el que le prometió que si el destino los unía, jamás dejaría que nada la lastimara.

Aquella tarde, antes de marcharse al Instituto, él le robó un beso. Un roce tembloroso, apenas una caricia de labios que para cualquier otro habría sido nada, pero para Lyra fue el mundo entero. Fue promesa, fue futuro, fue el principio de todo lo que soñó.

Y ahora, todo eso se había deshecho en un solo anuncio:

“El destino la eligió a ella.”

Selene.

Su nombre sonaba como el tintinear de una copa rota.

Lyra no lloró.

No frente a nadie. Pero cada noche, antes de dormir, repasaba ese beso en la memoria y se preguntaba si Damon lo recordaría también… o si, como todo lo que fue suyo, había quedado enterrado bajo los votos de luna y poder.

***

El cuarto día, Héctor le pidió ayuda con los cachorros del campo de entrenamiento.

—Están perdiendo disciplina —le dijo, entregándole la vara de mando—. Y tú tienes mano firme.

Lyra obedeció. Quizá porque necesitaba ocupar la cabeza, o porque enseñar a los pequeños era lo único que la hacía sentir útil. Los cachorros eran una manada aparte: pequeños lobos de entre ocho y doce años que aprendían a controlar su instinto, a moverse en silencio, a reconocer señales en el aire.

Aquella tarde, el sol caía oblicuo sobre el claro. Los árboles parecían custodiar el círculo de entrenamiento como si nada malo pudiera entrar allí. Lyra ordenó a los niños que formaran duplas, y los observó practicar los bloqueos con ramas de madera.

Su voz sonaba tranquila, aunque por dentro ardía de cansancio.

—Más rápido, Nia. No apartes la vista de tu compañero. Y tú, Lior, deja de reírte o te haré correr cinco vueltas.

Los cachorros protestaron entre risas. Era un momento casi pacífico, hasta que un murmullo recorrió el grupo. Uno de los niños señaló hacia los árboles.

—¡Miren! —gritó.

Lyra giró.

Damon caminaba entre los abedules, el sol filtrándose entre las hojas y tiñendo su cabello de reflejos dorados. Los pequeños corrieron hacia él como si el mismo héroe de sus cuentos hubiera vuelto.

—¡Damon! ¡Damon, enséñanos un nuevo truco! —gritaron, trepándole a los brazos y piernas.

Él rió, sin perder la compostura. Saludó a cada uno por su nombre y los aplaudió cuando mostraron sus progresos.

Lyra sintió cómo su corazón empezaba a correr más rápido que sus pies.

Llevaba días evitándolo.

Evadía los pasillos de la casa Alfa, cambiaba de ruta cuando lo veía en la plaza, fingía estar ocupada cuando su madre mencionaba su nombre.

Y ahora él estaba allí, acercándose despacio, sabiendo perfectamente dónde encontrarla.

Damon se inclinó para dejar en el suelo al último cachorro, que seguía aferrado a su cuello, y luego caminó hacia ella.

—Te intenté buscar —dijo en voz baja—. Quería hablar contigo.

Lyra se enderezó, apretando las manos tras la espalda.

—Lo siento, Alfa. He estado algo ocupada.

—¿Alfa? —repitió, frunciendo el ceño—. Lyra, aún somos amigos. Me fui un año, no una vida.

Ella lo miró apenas un instante, antes de volver la vista al grupo de niños.

—No es correcto, mi futuro Alfa. Le debo respeto.

El título cayó como una muralla entre ellos.

Damon tragó saliva.

—Aun así… —dijo, dando un paso más cerca—. Solo quería pedirte perdón. Yo…

Lyra giró bruscamente, interrumpiéndolo.

Sus ojos brillaban con algo entre furia y dignidad.

—No debería disculparse. La luna fue quien eligió su destino. Está claro que confundimos cariño de hermanos, de amigos, con algo más. Pero ya vimos que nunca fue así. Por favor, no vuelva a mencionar esto. No quiero que haya rumores raros sobre nosotros. A su Luna no le gustaría… y me pondría en una mala posición.

Por un momento, Damon pareció quedarse sin aire.

La frialdad de su tono lo hirió más que cualquier reproche.

—¿Eso piensas? —preguntó en voz apenas audible—. ¿Que nunca fue así?

Lyra lo miró de frente por primera vez.

Su corazón tembló, pero no lo mostró.

—No pienso nada, Alfa. Solo digo lo que conviene a la manada.

Él dio otro paso, tan cerca que el aire entre ambos pareció chispear.

—¿Y lo que conviene a ti? —susurró.

Lyra sintió el temblor en su pecho, pero se mantuvo inmóvil.

—Lo que me conviene es olvidar —dijo, y retrocedió un paso.

Damon rió sin humor.

—No mientas. Yo también lo siento. Ese día antes de irme… —sus ojos la recorrieron como si el recuerdo ardiera en ellos—. Aquel beso no fue un error.

Lyra palideció.

—Cállate.

—Lo soñé cada noche —continuó él, con una voz tensa, quebrada—. Y cuando la luna eligió a Selene, quise convencerme de que era lo correcto, que el destino no se equivoca… pero al verte, Lyra, todo se me vino abajo. —Sus dedos se movieron apenas, como si quisiera tocarla y no se atreviera—. Yo también creí que el destino serías tú.

El silencio se hizo pesado.

Los niños, ajenos, seguían jugando más allá del claro.

Lyra sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.

—No digas eso —susurró, sin poder contener un sollozo que se transformó en ira—. No puedes. Ya no.

—¿Por qué no? —Damon dio un paso más, la voz apenas un hilo—. Porque alguien decidió por mí a quién debía amar. Porque la luna me mostró su rostro y todos se arrodillaron sin preguntar. Pero tú sabes lo que yo sé: lo que siento por ti no se borra.

Lyra se apartó de golpe, el pecho subiéndole y bajándole con fuerza.

—Basta, Damon. Por el bien de los dos.

Sus miradas chocaron, y durante un segundo el mundo pareció detenerse.

El aire estaba cargado, casi eléctrico.

Damon bajó la voz.

—Solo dime una cosa… —sus ojos buscaban los de ella con desesperación—. ¿Si la luna no hubiera intervenido… me habrías esperado?

Lyra abrió la boca, pero no alcanzó a responder.

Una rama crujió detrás de los árboles.

Ambos giraron al mismo tiempo.

Teo estaba de pie a pocos metros, con el rostro desencajado, los ojos ardiendo de incredulidad.

—¿Qué… dijiste? —preguntó, avanzando dos pasos—. ¿Un beso?

Lyra dio un paso atrás, pálida.

—Teo, no es lo que crees

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