LUCIEN VON MUNTEAN.
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—Aún no entiendo qué quiere el vizconde con Dorian —digo con el fastidio goteando de cada palabra, rodando los ojos como un buho—, además, lo ideal sería que esperes a su regreso para que traten sus asuntos. En todo caso, quien tendría que estar aquí es Aleph, es el segundo a cargo después de Dorian. Yo soy el hermano invisible, Sophia —resalto lo obvio con una dosis generosa de sarcasmo.
Sophia se da la vuelta con esa gracia felina que tanto ensaya, bajando algunos escalones hasta llegar nuevamente conmigo.
—Lucien, Dorian no piensa así de ti —responde con esa paciencia de santa que probablemente solo tiene conmigo—, eres tan importante para él como el resto de sus hermanos. Te pedí venir conmigo no solo porque no me llevo bien con el resto de tus hermanos —y aquí viene la parte que sé que va a seguir—, creo que tú eres el más sensato de todos, además tú y Dorian son los únicos en saber tratar con los humanos.
Miro al cielo como si buscara inspiración divina, aunque más bien estoy rogando que alguien me salve de esta misión imposible.
—Tú ganas, Sophia. Te acompañaré —cedo con resignación, porque al final siempre cedo.
—¡Así se habla! —dice ella animada, como si acabara de ganar la lotería.
No muy convencido de las palabras de la rubia, sigo adelante. Solo estuve de acuerdo en algo con la duquesa. Mis hermanos no eran muy tolerantes con los humanos, a excepción de mi hermano mayor. Esa es una de las pocas verdades que reconozco sobre mi familia.
Al adentrarnos a la mansión sombría, somos recibidos por una doncella de cabellera rubia casi blanca tejida en una trenza perfecta, con grandes ojos negros que analizan cada movimiento nuestro. Su vestido color beige con adornos en tonos café parece sacado de un catálogo de modas antiguas.
—Bienvenida, lady Bucovina —saluda la mosuela haciendo una reverencia ante la aristócrata y yo su renegado acompañante— sea bienvenido usted, también, lord Von Muntean. Mi señor los recibirá en breve. Permítame guiarlos al salón.
—Muchas gracias —dice Sophia con amabilidad radiante, mirándome a mí, su acompañante problemático, con esa expresión que dice "por favor, comportate".
Sigo a ambas mujeres por los pasillos interminables de la mansión, donde cada cuadro parece juzgarme con la mirada. La doncella albina nos guía con la precisión de un reloj suizo hasta un gran salón que huele a cera de abejas y arrogancia ancestral. Las preciosas pinturas en las paredes y el mobiliario elegante de madera oscura con cojines de terciopelo verde crean una atmósfera opresivamente lujosa.
El vizconde hace su aparición teatral, como el protagonista de una ópera barroca, acompañado de dos muchachas. A su derecha, una pelirroja con piel de porcelana y vivaces ojos jade que parece lista para cualquier travesura. A la izquierda, su hija Amelie Apafí, la primogénita del aristócrata, cuyo largo cabello castaño cae suelto, solo sujeto por una trenza amarrada con un listón celeste. Su vestido azul oscuro con corset negro de mangas anchas blancas le da un aire de inocencia peligrosa.
—Duquesa, bienvenida. Usted también, lord Von Muntean —dice con esa voz untuosa que usan los aristócratas para disimular sus verdaderas intenciones—, me alegra que aceptaran la invitación. Con su esposo fuera, pensé que nuestro encuentro se postergaría.
—No es así —responde Sophia con gracia letal—, aunque el duque no esté, yo estoy y me hago cargo de los asuntos de mi esposo en su ausencia.
Todos tomamos asiento en los muebles que crujen bajo nuestro peso emocional. Cierto par de ojos azules desvía su rostro cada vez que siento que la miro. Poso mis ojos en ella de manera casi involuntaria, como un imán que no puedo controlar. Aún se siente avergonzada con nuestro último encuentro, y debo admitir que esa vulnerabilidad me perturba más de lo que debería.
—Noches atrás le hice una petición al duque de Bucovina —continúa el vizconde con voz melosa—, por eso esperaba tratar el asunto con él personalmente, mi lady...
—Aquí está la duquesa —interrumpo irritado con la actitud de aquel hombre, porque nadie, absolutamente nadie, va a ignorar a Sophia en mi presencia—, ella también puede tratar los asuntos.
—Tiene usted razón, lord Von Muntean —concede con falsa humildad—, además, no lo dije, pero también quería hablar con usted. Mejor dicho, quería agradecerle el haber traído a mi hija sana y salva. Le he dicho que el bosque no es lugar para que una dama ande sola a sus anchas.
Una vez más mis ojos se van a la joven Amelie, preguntándome qué excusa se le ocurrirá a la astuta dama para salvarse del castigo de su padre. Una sonrisa casi imperceptible se dibuja en mis labios, aceptando que ciertamente la chica es astuta.
—Le pedí al duque que considerase la posibilidad de unir a mi hija con uno de sus hermanos en matrimonio —anuncia el vizconde como si estuviera hablando del clima.
Lo dicho por el vizconde hace que todos en el salón abramos los ojos a su máximo. El silencio es tan denso que se podría cortar con un cuchillo. Todos ponen atención en el sonido de una taza partirse al impactar contra el suelo.
Ella está en estado de colapso por lo que acaba de escuchar. No quiere creer en las palabras de su padre. Mira a su prima, luego a su padre, y por último a mí. También me mira confusa y por un momento siento algo parecido al protector instinto que normalmente reprimo. No soporta un minuto más en ese lugar y sale corriendo.
──𖥸──
AMELIE APAFI.
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Las risas y conversaciones elegantes se desvanecen a mis espaldas mientras me levanto de golpe de aquella silla dorada que tantas veces me ha sentido como una jaula dorada. Los ojos de todos se clavan en mí, pero no puedo quedarme allí un segundo más. Las palabras de mi padre aún retumbando en mi cabeza como campanas de muerte.
—Le pedí al duque que considerase la posibilidad de unir a mi hija con uno de sus hermanos en matrimonio.
El anuncio cuelga en el aire como una sentencia. Veo a Molly contener la respiración, veo cómo Sophia aprieta su taza con demasiada fuerza, veo... sus ojos. Esos ojos verdes que me han estado buscando toda la conversación, que me miran con una mezcla de sorpresa y algo que no puedo nombrar.
El sonido de la taza rompiéndose contra el suelo hace eco en mi alma. Es mío. Mi mundo se está haciendo añicos y ni siquiera soy capaz de sostener una taza.
Ignoro los gritos de mi padre resonando en el pasillo, su voz furiosa persiguiéndome como un fantasma vengativo. "¡Amelie!", "¡Vuelve aquí!", "¡No te atrevas a salir corriendo!". Pero ya estoy en movimiento, mis pies golpeando el mármol frío del vestíbulo con la desesperación de quien huye de un incendio.
Juleka y un par de mucamas me siguen con sus pasos apresurados, sus voces agitadas llamándome, pero sus tacones no pueden competir con el pánico que impulsa mis piernas.
Los pasillos interminables de esta maldita mansión se extienden ante mí como un laberinto de desgracia. Retratos de ancestros muertos me observan con ojos acusadores mientras paso, como si ellos también me reprocharan mi osadía.
Mi vestido azul ondea detrás de mí como una bandera de derrota, el listón celeste de mi trenza ya suelto y colgando como un signo de rendición. Cada esquina que doblo me lleva más lejos de la civilización, más cerca de mi refugio, pero también más cerca del castigo.
Las lágrimas comienzan a nublar mi visión, pero no me detengo. No puedo. El peso de la humillación, de la traición, de la impotencia me empuja hacia adelante con más fuerza de la que jamás había sentido. Las escaleras se convierten en un desafío, mis pies resbalan, pero sigo subiendo, subiendo, como si pudiera escapar no solo de mi padre, sino de todo el mundo que espera que me someta.
Llego a mi habitación y cierro las puertas con cerrojo, el metal frío en mis manos temblorosas es la única realidad que no se desvanece.
Me dejo caer contra la puerta, sintiendo cómo mi corazón golpea contra mis costillas como un pájaro enjaulado. El silencio de la habitación me envuelve, pero no trae consuelo.
Las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas antes de que pueda detenerlas.
—Si estuvieras aquí, nada de esto pasaría, madre —susurro al vacío, abrazando mis rodillas contra mi pecho—, mi padre no sería la persona que es hoy. Yo no quiero casarme con un desconocido solo por capricho de mi padre.
Cada palabra es como un sollozo que rompe algo más dentro de mí. El dolor es físico, como si alguien estuviera apretando mi corazón con manos invisibles. Lloriqueo amargamente, el sonido de mi propia voz quebrada haciendo eco en las paredes blancas. Mis ojos arden, mi garganta se cierra, y todo mi cuerpo tiembla con la violencia de la traición.
El sonido metálico del cerrojo siendo manipulado. Me levanto de un salto, el corazón acelerándose hasta doler. Las puertas se abren con violencia, y allí está él. Mi padre, con una expresión que nunca antes había visto en su rostro - una mezcla de furia helada y desprecio absoluto.
—Gracias a ti he pasado por semejante vergüenza frente a la duquesa y lord Von Muntean —dice, cada palabra goteando veneno, arrastrando las sílabas como si quisiera hacerme daño con ellas—. Esto no te lo perdonaré, Amelie.
Sus ojos son como hielo, y me doy cuenta de que no reconoce a su hija en este momento. Solo ve a una intrusa, una molestia en su perfecto mundo de alianzas aristocráticas.
—¡Yo no quiero casarme, no así, prefiero morir! —grito con toda la fuerza que tengo, porque esa es mi maldita naturaleza: no puedo ceder en algo así, no cuando se trata de mi alma, de mi futuro, de mi derecho a elegir.
El vizconde me mira furioso, esa furia ancestral que corre por las venas de todos los hombres de mi familia. No tolera las insolencias de su hija, no acepta que se le desafíe, especialmente no en público, especialmente no frente a invitados importantes.
El sonido que sigue es seco, definitivo. El impacto en mi mejilla me hace girar sobre mí misma y caigo al suelo con un gemido. El mármol frío contra mi mano extendida, el sabor metálico de la sangre en mis labios, el zumbido en mi oído como si una campana hubiera sonado demasiado cerca.
Molly aparece como si hubiera materializado su preocupación, corriendo hacia mí con ese vestido. Se arrodilla a mi lado y me toma de los hombros con manos suaves pero firmes. Mi mejilla derecha arde como si alguien hubiera prendido fuego en ella y cada latido del corazón hace que el dolor pulse con más intensidad.
—Amie, Amie, ¿estás bien? —pregunta Molly, aunque la respuesta es obvia en mis lágrimas, en mi mejilla enrojecida, en mi temblor.
—Me odia —susurro, llevando mi mano temblorosa a mi rostro, sintiendo cómo la piel inflamada palpita bajo mis dedos—, simplemente me odia.
La voz fría de Juleka corta el momento como una cuchilla. —Le dije que su rebeldía tarde o temprano agotaría la paciencia de su señor padre —dice con esa indiferencia que tanto detesto, acercándose con pasos medidos—, usted jugó con fuego y ahora paga las consecuencias de sus niñerías, señorita. Además, cualquier miembro de la familia Von Muntean sería un buen marido, no sé de qué reniega tanto —espeta con sequedad e indolencia, como si estuviera hablando del clima en lugar de mi destino.
—¡Retírate, Juleka! —ordena Molly con una autoridad que no sabía que poseía, poniéndose de pie con esa dignidad que siempre he admirado—. Tus comentarios en este momento están demás.
La albina sale molesta de la habitación, pero su presencia ya ha hecho suficiente daño. Molly me ayuda a levantarme, su tacto suave contrastando con la brutalidad de hace unos momentos. Me lleva hasta la cama con la misma delicadeza con la que mi madre solía cuidar sus flores más frágiles.
Mientras me recuesto, siento cómo el mundo gira lentamente. El techo blanco parece flotar sobre mí, y por un momento deseo poder volar, poder escapar de este lugar, de este destino que se avecina. Cierro los ojos y me pregunto si él estará pensando en mí ahora, si se habrá dado cuenta de lo que acaba de pasar, si sentirá... algo.
──𖥸──
LUCIEN VON MUNTEAN.
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La noche cae sin luna. El cielo solo se ilumina por las estrellas. Me quedo mirando el techo, pensando en la reacción de la joven Apafí en la tarde. La vi romperse en ese salón y por alguna razón absurda, me jodió verla así. No es mi problema, no debería importarme.
Me levanto de la cama, necesitando aire. Camino hacia la ventana y recuerdo la vez que la vi en el baile. Hacía movimientos extraños, como si bailara con sus propios pensamientos. Era ridícula y encantadora al mismo tiempo. La vi esa tarde con las mejillas enrojecidas y por un momento me pareció tierna. Esa reacción no es común en este círculo, pero Amelie no es como los suyos.
El dolor comienza de repente. Caigo de rodillas contra el suelo, un ardor intenso en mis venas me hace jadear. La visión se me nubla y trato de ponerme de pie, pero las piernas no responden. El dolor es jodidamentw insoportable, como si mi propio cuerpo se estuviera rebelando.
—Esto no debería estar pasando —gruño entre jadeos, forcejeando por levantarme—, ya para, maldita sea —me quejo, porque el dolor me está sacando de quicio.
—Sabes lo que tienes que hacer, Lucien —escucho la voz de Jasper, y inmediatamente me crispo.
—Jasper —suelto fatigado, porque por supuesto que es él.
—La abstinencia no es buena, pequeño hermano —dice con esa falsa preocupación—, esta noche sin luna es perfecta. Tomas lo que necesitas y la oscuridad te protege.
—No lo haré —respondo, luchando por mantenerme erguido—, no tomaré sangre. La medicina...
—La medicina está dejando de hacer efecto —interrumpe con frialdad—. Tus venas no dejarán de arder hasta que tu sed sea saciada.
—Quítate —ordena una voz femenina.
Ambos miramos hacia la ventana. Juliette entra por donde siempre lo hace, silenciosa.
—No lo haré —responde ella, colocándose entre nosotros.
—Juliette, no juegues con mi paciencia —advierte Jasper y hay peligro en su tono.
—Lo mismo digo —replica ella sin inmutarse—, no quiero lastimarte.
—Juliette —llama con advertencia.
—Si no vas a ayudar, vete —sentencia.
Jasper la fulmina con la mirada, pero ella no se mueve. Se acerca a mí y me ayuda a levantarme, sus manos firmes pero cuidadosas.
Con su ayuda llego a la cama. Juliette me da de beber el líquido rojo. El sabor metálico me hace fruncir el ceño, pero el alivio es inmediato.
Poco a poco, el mareo y el dolor ceden. —Gracias —digo, aún con dificultad para respirar.
—No tienes nada que agradecer —responde—. Jasper tiene razón. La medicina ya casi no funciona.
—Le das la razón solo porque te gusta —digo con ironía.
—No seas tonto —responde—, no me gusta. Es arrogante, y yo no llamo la atención de ese tipo de hombres.
—Jul, no me engañas —replico, porque la conozco mejor que eso.
—Ya estás mejor —dice cambiando de tema—, deberías considerar dejar la medicina. Ya perdió su efecto.
Sale por la puerta. Una vez solo, tomo el frasco de medicina y lo observo. No quiero matar para vivir, no es justo como vampiro soy un fracaso, mis poderes apenas funcionan, solo sé curar heridas y termino exhausto. Tal vez eso me hace más débil de lo que debería ser.