(Epílogo – Parte II)
Halvar había levantado Eldemar con la terquedad de quien sabe que cada piedra puede ser la diferencia entre un pueblo vivo y un nombre recordado solo por pastores. Cuando murió, el valle no perdió un jefe; perdió el único hombre capaz de convencer a tribus enemistadas de que compartieran un techo sin matarse. Y su ausencia no cayó como un trueno, sino como un silencio incómodo que se fue colando por las grietas de las casas, por la madera húmeda de los graneros, por la mesa del consejo que, de pronto, parecía demasiado grande para todos.
Brenvar, el mayor, fue quien sintió ese peso primero. La gente lo miraba esperando órdenes, pero él solo veía fantasmas: los jefes antiguos, los enemigos viejos, la sombra de su padre detrás de cada decisión que no sabía tomar. En las noches, cuando el viento golpeaba las ventanas, Brenvar salía a entrenar como si pudiera espantar la responsabilidad a punta de golpes sobre un tronco.
Toran, el segundo, ya no estaba para verlo. Las