(Epílogo – Parte I)
Mucho antes de que alguien soñara con coronas o tratados, el valle que hoy se llama Dravena era un puñado de tribus desperdigadas entre montañas nevadas y bosques que no terminaban nunca. Aquellos pueblos no tenían estandartes; tenían heridas. Los inviernos eran tan largos que las estaciones parecían un engaño, y los hombres vivían más atentos al lobo que al vecino. Cada tribu llevaba consigo un nombre antiguo, casi siempre tomado del agua o de la piedra. Entre todas, la más numerosa era la tribu Veyndar, cuyo jefe, Arven, marcó el rumbo que siglos después sería llamado “historia”.
Arven no fue elegido por respeto, sino por necesidad. La tradición dice que asumió el mando después de que una fiebre arrasara con los ancianos, dejando la tribu sin guía. Era un hombre parco, algo tosco, pero con la obsesiva costumbre de escuchar antes de hablar. Bajo su liderazgo los Veyndar crecieron más rápido que las demás tribus, no por fuerza, sino por estrategia: Arven pactaba tr