Había pasado un mes desde que llegamos a los campos del Paso de Liria. El barro ya no olía a lluvia sino a hierro. Cada amanecer traía consigo el mismo sonido: las trompas llamando a formar filas, el crujir de las botas y los gritos de los instructores que se mezclaban con el eco del río. Nadie era el mismo después de aquel mes. Ni los nobles, ni los campesinos, ni siquiera los que aún fingían reír.
Hoy empezaban las reasignaciones. Los capitanes y oficiales recorrían las líneas, revisando nombres, medallas, heridas y miradas. Cada cadete sería enviado a un pelotón de combate según sus habilidades. Algunos lo llamaban ascenso. Otros, sentencia.
Yo, Cabo Segundo Arlo Neven, había logrado mantenerme en pie, aunque más por terquedad que por talento. Había aprendido a obedecer sin entender, a resistir el cansancio, y a disimular el miedo. Me gustaba pensar que eso contaba.
Los ejércitos comenzaban a movilizarse. El estandarte de Dravena flameaba junto al de Karvelia, el de los Thavorianos