El viaje hacia Véldamar fue más largo de lo esperado. Las lluvias del norte habían dejado los caminos convertidos en un lodazal, y los caballos resoplaban cansados bajo el peso del barro. Éramos un destacamento reducido, pero la capitana Vessira Noreval lo mantenía con una disciplina férrea. No importaba si habíamos nacido nobles o campesinos: bajo su voz todos éramos soldados.
Habíamos escoltado a Lady Xandria hasta el Paso de Liria, protegido la entrega de las mercancías karvelianas y evitado que las tensiones con los thavorianos se salieran de control. Pero al regresar, la calma duró poco.
A lo lejos, en los valles cercanos a Véldamar, flameaban nuevos estandartes. No eran los nuestros. Eran los de Tharavos.
—¿Qué demonios hacen aquí? —murmuró Soren, con una mezcla de sorpresa y enojo.
La capitana levantó la mano, ordenando silencio. Un grupo de jinetes se acercaba por el camino de piedra. El sol, velado por la neblina, apenas permitía distinguir sus siluetas.
Cuando la vimos, no h