El rumor había corrido más rápido que el viento. En las calles de Véldamar ya se hablaba de la mujer vestida en negro, de los estandartes de Tharavos ondeando en la fortaleza, de una visita que no traía emisarios ni tributos, sino sangre. Unos decían que era una amenaza, otros que era la salvación, pero todos murmuraban su nombre como si fuera un conjuro prohibido: la Emperatriz Lyeria.
Kael convocó al Consejo esa misma noche. No había espacio para el sueño; las sombras del salón parecían más pesadas que nunca, y el fuego de las antorchas no lograba espantar la sensación de que el mundo entero se encogía sobre ellos.
—¡Malditos sean todos los dioses! —gruñó Kael apenas cerraron las puertas—. Tharavos cruza nuestras tierras como si fueran suyas, y ni Piedraferoz ni su emperador moverán un dedo por protegernos. ¿Qué soy yo entonces, un rey o un perro con collar?
El golpe de su mano resonó contra la mesa, y el eco hizo temblar los pergaminos apilados.
Hildar Murne carraspeó, la voz r