Desde detrás de la puerta de su habitación, Ilán, donde permanecía encerrado, escuchó todo lo que sucedía. Más tarde, la nana Marina se lo completaría. Según lo que ella misma le contó, apretó la bolsa de manzanas contra su pecho, sintiendo su pulso en las sienes. Cada palabra intercambiada con Amaya era un paso en un campo minado; cada respuesta, un intento de evitar una explosión. Pero en su interior, la determinación de Marina era un fuego ardiente, inextinguible.
—Señora, si me permite insistir —dijo Marina con una voz temblorosa que ocultaba mal su preocupación—. Mi presencia podría ser lo que Ilán necesita para recuperar el ánimo y que coma. Las enfermeras hacen su trabajo, pero no pueden darle el amor que yo puedo ofrecer. Amaya la miró con una mezcla de irritación y desdén, pero en sus ojos