La alegría inundó mi corazón al irrumpir en la sala principal de mi hogar. Allí estaba mi mejor amiga, Amelie, quien era más como una hermana para mí, sentada en una silla con una pierna y un brazo enyesados. La emoción me embargó tanto que, sin poder contener las lágrimas, corrí hacia ella y la envolví en un abrazo cargado de felicidad y alivio, aunque me aparté casi de inmediato, golpeada por una preocupación repentina.

—¿Por qué guardaste silencio sobre la gravedad de tu accidente, Amelie? Habría cruzado cielo y tierra por ti —le reproché suavemente, lleno de cariño. En ese instante, vi a Ilán levantarse con esfuerzo de su silla, así que me precipité hacia él para ofrecerle mi apoyo. Volviéndome hacia Amelie, con una sonrisa que iluminaba mi rostro, le dije—: Mira Ilán, ella es Amelie,