Las habitaciones privadas del Rey Licántropo siempre le parecían demasiado grandes a Callie, demasiado silenciosas, demasiado conscientes de ella. No importaba cuántas mañanas hubiera pasado allí, el aire seguía cargado con la misma inquietante verdad: su presencia habitaba en esas paredes, se filtraba en la piedra, la observaba incluso cuando no estaba en la habitación.
Tragó saliva con dificultad mientras ordenaba sus objetos personales en el estante de obsidiana tallada. Todo lo que poseía era afilado, frío y caro: armas camufladas en objetos cotidianos. Guantes con ribetes de plata. Una daga que usaba para firmar documentos. Anillos que contenían magia antigua y peligrosa.
Le temblaban las manos al levantar su capa para doblarla.
Un sonido a sus espaldas —apenas un suspiro, más bien el aire al cambiar— la dejó paralizada.
No necesitaba girarse.
Sabía que él estaba allí.
Darian.
El pulso le latía dolorosamente contra la garganta. Cada parte de su cuerpo se tensó con la concie