El cielo de Alzhar aún dormía cuando Mariana cerró la última maleta. La habitación que había sido su refugio durante meses ahora parecía un espacio ajeno, despojado de sus pertenencias y de los pequeños detalles que la habían convertido en suya. Observó por última vez las paredes color crema, las cortinas de seda que tantas veces había corrido para contemplar el amanecer, la cama donde había llorado, soñado y deseado.
Respiró hondo, intentando contener las lágrimas. No podía derrumbarse ahora. Su decisión estaba tomada.
El reloj marcaba las cuatro de la madrugada cuando un discreto golpe en la puerta anunció la llegada del chofer. Mariana abrió, encontrándose con uno de los conductores más antiguos del palacio. El hombre mayor inclinó levemente la cabeza en señal de respeto.
—Señorita Mariana, estoy listo para llevarla al aeropuerto cuando usted disponga —dijo en un tono bajo, casi conspirador.
—Gracias. Solo necesito un momento más.
El hombre asintió y tomó las maletas, dejándola a so